Difícil les resulta a los medios
narrar el conflicto. Los acontecimientos violentos ocurridos el miércoles 24 de
abril en la ciudad de Chilpancingo se ven como más de dos horas de impunidad,
como si fueran nada las décadas de impunidad de personajes y grupos poderosos.
La tarea de especular un complot también resulta tentadora. El maridaje entre
periodistas y académicos se acopla invocando a San Max Weber. Se ve
irracionalidad, lo es. Pero se ciegan ante los sentimientos que pulsan los
actos vandálicos: rabia, resentimiento y rencor. Sentimientos que no son
causados por la reforma educativa, como parece, en realidad son el acumulado
por generaciones marcadas por la desigualdad y la injusticia. Su explosión
secular de cada primer cuarto de siglo en la que el hijo se enlaza al padre, al
abuelo, al bisabuelo y por las generaciones que se quiera, sintiendo la misma
rabia y rencor que hacen la violencia puntual, recurrente en su ciclo explosivo.
Es exagerado decir que la
disidencia magisterial sólo quiere preservar sus “privilegios” ¿Se les puede
llamar privilegiados? En relación a quiénes, en todo caso. Lo que se aprecia en
la gráfica de la prensa es el resentimiento social de profesores que
tradicionalmente han sido utilizados de apoyo político por los gobernantes,
Ángel Aguirre Rivero no es la excepción, a sabiendas de que se afecta la
calidad de la educativa. Está bien que se quieran cambiar las reglas, hay que
hacerlo en consulta y convencimiento. El desastre no se condensa en los
maestros sino en el funcionamiento del sistema político que no ha evolucionado
lo suficiente a pesar de las sucesivas reformas políticas. Tampoco han
funcionado las reformas a la educación, la creación en el pasado de
instituciones como la Universidad Pedagógica Nacional daría a suponer un
aparato a favor de la profesionalización de los profesores, los hechos no
parecen validarlo. Y qué decir de la descentralización educativa.
No hagamos de la condena, del
linchamiento un deporte nacional, eso produce más encono. No, si de lo que se
trata es de mejorar la educación pública por qué no preguntar a los docentes
primero, que expongan su visión de la educación con calidad y luego entonces
aprendan a distinguirla de la situación laboral, pues en este enredo es en el
que se aferra la protesta de los normalistas. Todavía mejor, poder distinguir y
separar el proceso de los servicios de educación de los procesos políticos.
La ira de la CTEG se ensañó contra
las edificaciones sede de los partidos y esta destrucción no tiene que
repetirse. Los partidos, sus dirigentes, tienen que reconstruir su relación con
la sociedad antes que apoltronarse en los apoyos fiscales, “canonjías y
prebendas” recibidos a cambio de mantener las apariencias de una normalidad
democrática.
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