La conclusión, con dejo de
amargura, que hace tiempo me hizo un amigo acerca de la conducta de los
políticos, a quienes senteciaba por su proceder demasiado lírico. Esto es no
leen, no se instruyen. En la actualidad, a lo más que llegan es a utilizar las
herramientas del positivismo lógico, como las estadísticas y las encuestas,
permaneciendo totalmente indiferentes de esa filosofía. Pero la cosa está peor,
en adición al comentario de mi amigo, se dejan llevar por intuiciones en las
que prevalezca su interés inmediato y su futuro personal. Nada que ver con el
oficio consagrado al servicio público.
Vivimos días de excepción o cómo
la norma se suspende en tanto medio para afirmarse. Alumbrado por la obra de
Carl Schmitt, Giorgio Agamben lo dejaría así: “La excepción es una especie de
la exclusión. Es un caso individual que es excluido de la norma general. Pero
lo que caracteriza propiamente la excepción es que lo excluido no queda por
ello absolutamente privado de conexión con la norma; por el contrario, se
mantiene en relación con ella en la forma de suspensión. La norma se aplica a la excepción desaplicándose, retirándose de ella.
El estado de excepción no es, pues, el caos que precede al orden, sino la
situación que resulta de la suspensión de éste” (p.30) Y más adelante “No es la
excepción la que se sustrae a la regla, sino que es la regla la que,
suspendiéndose, da lugar a la excepción y, sólo de este modo se constituye como
regla, manteniéndose en relación con aquélla” (p. 31) El caso es, remata
Agamben, es que se crea un espacio-temporal de indistinción entre la norma y la
excepción, que se oculta a los ojos de la justicia, “donde tenemos que fijar la
mirada.” (p. 54) Homo Sacer. El poder
soberano y la nuda vida. PRE-TEXTOS, 2013.
Esta perspectiva de observación
la adopto para considerar lo sucedido en México desde el 2 de septiembre del
año en curso, asomarse a las dos fracturas del Estado mexicano desde la
coyuntura actual. Fracturas expuestas cuya formación tiene décadas, nada más
que ahora la reiteración de evidencia en la cadena de sucesos no las puede
ocultar. Como si la realidad hubiera dado un vuelco mostrando el lado oscuro
que siempre ha estado ahí, imperturbable.
El dos de septiembre, ante la
élite convocada en Palacio Nacional, se presume un Nuevo México y se llama a
poner en acción las reformas. Todo parecía bajo control, pues los mitos estaban
desechados y los paradigmas rotos.
El 26 de septiembre, la carroza
volvió a su condición de calabaza. La represión a estudiantes en Iguala, donde la
policía local hiere, mata y desaparece a normalistas de Ayotzinapa. La
narrativa reformadora se rompe.
Todavía no era de creerse, la
clase política se sentía segura de sus certidumbres. El 30 de septiembre, el
Senado inaugura el “Encuentro por la Federación y la Unidad Nacional”. Ejemplo
de la desubicación de los líderes parlamentarios en el contexto de un país
descompuesto que no les inhibe su cínica autocelebración.
Sólo hasta el 6 de octubre
tomaron conciencia de manera pública de lo sucedido. La tristemente famosa conferencia
de prensa del presidente Enrique Peña Nieto, en la que se expone de manera
oficial la indignación por los 43 desaparecidos en Iguala. Como si de tratará
de un trámite administrativo, se giran instrucciones a dependencias del
Ejecutivo.
Desde esa fecha hasta el mes de
noviembre, la excepción se ha convertido en norma.
Es posible que la realidad dé un
vuelco o se trata un capítulo de la lucha por el poder para afirmarlo, como en
Los Balcanes o la Primavera Árabe, para que todo siga igual.
Más allá de la conjetura, el
hecho es que el Estado mexicano presenta dos fracturas por componer. Una se
significa en el desplazamiento constitucional de la unidad política del mismo
Estado, donde el interés público queda ensombrecido por intereses privados.
Intereses privados, que según la ideología económica anarquizante, hacen del
mercado el factor único de abundancia económica y armonía social, ignorando el
doble filo del interés particular que se expresa mórbidamente en la corrupción
y el crimen.
La otra fractura del Estado es la
fragmentación del poder desde una democratización de papel, que no alcanza la
realización de un cambio de vida para mejorar, que ha servido para consolidar a
la clase política sin preocuparse de la formación de ciudadanía. Fragmentación
del poder donde la alternancia y el pluralismo, sin advertirlo, han servido de
plataforma en la expansión de la delincuencia y la violencia no importando el
nivel de gobierno.
Lo importante es componer al
Estado mediante la reconstitución de su unidad política, pues para ese
propósito el mercado y la fragmentación del poder no nos sirven, pues la
dignidad de la vida está primero.
Pero no lo ven así nuestros
políticos. Uno, López Obrador, se engalla promoviendo la renuncia del
Presidente, desde la pura excepción pues la ley no lo admite. Vende la idea y
no falta quien se la trague para después defecarla en las redes sociales y en
la prensa. Peña Nieto no se queda atrás, compra la idea de un pacto nacional
contra la inseguridad y la corrupción, cuando él mismo le ha dado la puntilla
al pacto social establecido en la Constitución y ha fortalecido las condiciones
prexistente de operación real de la corrupción y la inseguridad con las
llamadas reformas que México necesita.
Teniendo los recursos, el Ejecutivo no se atreve a hacer uso de los
medios a su disposición. No me refiero a la violencia, sino a la estricta
aplicación de la ley. Pero la excepción es un mal heredado del siglo XX, la ficción
constitucional.