En la calle de Tacuba 15, en el
Centro Histórico de la ciudad de México, se ubica el museo de la Tortura y la
Pena Capital. En estos días en los que nos decimos sorprendidos, una vez más,
por actos de terror, resulta pedagógico incursionar en este recinto. La tortura
como algo aceptado, incluso como espectáculo, infligir dolor a otro, no habla
bien de nuestras certidumbres de civilidad. Aquí se muestran ilustraciones e
instrumentos utilizados en Europa del 1300 al siglo XIX, la tortura expuesta como
asunto público y refuerzo de la fe cristiana. En singularidad se encuentra la
aportación de los Estados Unidos con la silla eléctrica. No forma parte de la
exposición el Lejano Oriente, el Islam, lo que fue del bloque soviético, ni las
dictaduras sudamericanas, ni Guantánamo y, por supuesto, el Palacio de
Lecumberri y los legendarios separos de la Procuraduría General de la
República. Eso no demerita al museo en lo que es valorable por lo exhibido y su
propósito irrebatible: formar conciencia cívica para detener y disminuir la
conciencia sádica en cualquier tipo y tamaño de conglomerado humano.
Y esto viene a cuento porque la
tortura es una forma de terror, de terror metódico e institucionalizado por el
Estado y justificado por la ideología. No ha lugar de sorpresa o sentirse
sorprendido, los sádicos están ayunos de empatía y no sólo derraman la sangre
del otro y destruyen edificaciones, pueden tener otra expresión en el
dogmatismo económico, capaz de producir horror y hasta de matar. Sé que los
sustentas de este fundamentalismo no se dan cuenta o fingen no darse cuenta. Lo
cierto es que el cuento de que la liberalización económica produce armonía
social y prosperidad no se ha cumplido en México, por el contrario, polariza a
la sociedad y la mantiene en un estado de crispación permanente.
Todos los días las autoridades
afirman sobre la incontrovertibilidad del camino correcto seguido. Con
periodicidad y a contrapelo del optimismo oficial, se presentan pronósticos que
barruntan el crecimiento mediocre de la economía. Algo no funciona y las
reformas estructurales se van dilapidando, pudriendo en el pantano de la
corrupción y la inseguridad, reportándole al gobierno recelo del exterior y
desconfianza de los inversionistas. Eso ha costado mucho al país y los
políticos no se atreven a dar los pasos conducentes para tan necesaria reparación.
Así las cosas, ateridos de terror
estamos, pues los reformadores se han subido al trenecito de Gorbachov
animándose entre ellos: “haz como que se mueve”.