Quien considere que la transformación
en curso ya está resuelta se engaña. Esto apenas ha comenzado. Es así porque
hay estructuras intactas que le restan fluidez al cambio, como el continente
judicial y el archipiélago de las autonomías, además de la natural y entendible
condición de la oposición partidista. La resistencia al cambio también ocurre
por intereses muy específicos o de grupo de estatus. Esto se amplifica cuando
las diferencias en el campo de la política -el del acceso o influencia a las
decisiones del poder político- sin discernirlas del todo se trasladan a la
sociedad dando origen a la espiral de odio. Aparte de la contribución de
segmentos de la prensa, la radio y la televisión para transmitir el sentimiento
de odio, esto tiene un efecto multiplicador hormiga en esquemas de interacción
como el WhatsApp, entonces la transmisión del odio se hace contagiosa y casi
invisible pues no se trata de una red abierta sino de círculos cerrados, de vecinos
o familiares principalmente. Allí la información deja de tener valor o sólo lo
tiene si convierte en el vehículo del odio.
(En la modernidad temprana
destaca el odio por motivos religiosos, posteriormente la colonización generó el
odio racial. Ya en pleno siglo XX, el nazismo promovió el odio hacia los
judíos, el fascismo hacia los comunistas)
Sería un exceso autocomplaciente
decir que la identidad de izquierda es inmune al virus del odio. De manera
recalcitrante hacia los propios grupos o partidos que se afirman dentro de
algunas variantes de la mencionada identidad. Es más, es un lugar común la
apreciación de que la izquierda es el peor enemigo de la izquierda. Por eso ha
sido un milagro el hecho de que MORENA hay unido a la izquierda y atraído
identidades que se deslindaron de la derecha, para sobre esa base cosechar triunfos
electorales sustentados en una plataforma sencilla:
Educación, salud y seguridad como
responsabilidad ineludible del Estado. Nada novedoso, por cierto, la cual ha
logrado captar el apoyo popular frente a otra plataforma que se impuso desde al
año de 1983, fincada en la privatización y en la diversificación de los poderes
constitucionales más allá de los conocidos -Ejecutivo, Legislativo y Judicial- como
lo son las autonomías sin representación popular directa y dispuestas para
acotar al Ejecutivo sustrayéndole atribuciones, al servicio de monopolios y
otros grupos de interés económico, partidista y de estatus.
Con todo lo avanzado por la 4T,
mucho e insuficiente, en MORENA una vez abierto el juego del palenque sucesorio,
éste ha traído posicionamiento desbordados con expresiones de encono en redes y
medios digitales afines al movimiento: “lo odio”, “no lo soporto”, “me choca”,
al grado de amenazar con negar el voto a su propio partido si no resulta
agraciada por la encuesta la candidatura de sus simpatías. No les ha complacido
el compás de espera de la encuesta, les parece una eternidad. Insisten en meter
al presidente López Obrador en la sucesión y él les reitera: no daré señal de
favoritismo. En contrario, no faltan morenistas que se la pasan en vela
buscando una señal presidencial que suelte la “bufalada”.
Falta mucho por hacer, la reforma
al poder judicial, por ejemplo, que ya no fue en este sexenio. Por delante
están las contiendas de Coahuila y el Estado de México, después las elecciones
federales que disputan la presidencia y el congreso sin caer en la zanja del
gobierno dividido, así como las locales que se empaten con la anterior. El
bloque conservador no ha desaparecido, ni desaparecerá. La serie de intereses
afectados se mantienen alineados para seguir alentando la espiral del odio, a
la espera de desatar la barbarie a la primera oportunidad.