“Todo sistema fuerte de discurso es una representación (en el sentido teatral: un show), una puesta en escena de argumentos, de agresiones, de réplicas,
de fórmulas, un mimodrama en el cual el individuo puede poner en juego su goce
histérico.”
Roland Barthes.
En una perspectiva cruzada, en la
esquina de la sicología y la sociología. La imagen del Presidente se encuentra
desfasada respecto a los méritos atribuidos a sus logros. Es frustraste para
Enrique Peña Nieto no recibir la aclamación merecida, porque contrario a su
propia estima, la ciudadanía no emuló al cuerpo diplomático. Después del tweet de la buena nueva, la gente no
salió a buscar la plaza pública más próxima, para cantar el himno nacional y
lanzar loas al jefe máximo, el que es más que el jefe de jefes. Pero eso no
sucedió, la noticia difundida por la voz más alta del país dio ocasión, una vez
más, para el ludibrio popular.
Por qué una parte de la sociedad
se resiste a reconocer las bondades, afluencia de manantial, prodigadas por el
Presidente. Será que son ingratos. Desde el poder, escépticos de las
conspiraciones, sugieren la confabulación de los antisistema.
Hay algo que Peña Nieto no ha
terminado por aceptar, aunque parezca inaudito para el personaje reformador
recreado por la propaganda. Hay en él ese tono de modelo antiguo asociado a la
democracia plebiscitaria, suspirante por el culto a la personalidad y la
aclamación perpetua. Para el caso de México, los años dorados del avión de
redilas (avionzote habemus). También
se actualiza la pulsión por el presídium,
el gusto nostálgico de ser acompañado a todos lados por el pleno de sus
colaboradores, como si no les faltara chamba.
La democracia mexicana, aunque
esmirriada, rechaza epidérmicamente la intentona del culto a la personalidad,
así como el despropósito de identificar, sin mediaciones, al disidente como
agente antisistema.
Juega en el inconsciente del
autoritarismo mexicano, la patética convicción de que el Presidente nunca se equivoca.