“¿Acaso la amnesia gobierna el
mundo?
Frédéric Richaud
Nunca una prensa tan
cosmopolitamente provinciana. De acuerdo estoy, las corresponsalías y quienes
opinan asiduamente sobre lo que pasa fuera de nuestras fronteras se dan vuelo
con el debate entre Clinton y Trump, nada más propio a su experiencia y
sensibilidad. Pero que de repente todos se sienten “opinadores” calificados de
la política norteamericana me parece desproporcionado.
Nunca el combate contra la
corrupción se vio tan desahuciado. La corrupción está en todas partes “y no hay
alguien que pueda atreverse a arrojar la primera piedra”. Lo proferido por
Enrique Peña Nieto también me resulta desproporcionado, peor aún, desesperanzador,
sin parámetro de referencia. En segundos, el Presidente desdeño la
inconformidad ciudadana de quienes están hartos y no están dispuestos a
consentir a quienes se enriquecen a costa de los recursos públicos, se trate de
altos funcionarios en el uso pecuniario de la ley o de empresarios beneficiados
con licitaciones públicas a modo. Si no puede combatir la corrupción por lo
menos que la encarezca, de inicio, confiscando el diez por ciento de los bienes
de los corruptos que se han hecho millonarios.
Pero el tema es Iguala, los 43
desaparecidos de la normal rural de Ayotzinapa. Los sucesos del 26 de
septiembre de 2014. Se tiene un documento histórico, el informe del entonces
procurador de la república, Jesús Murillo Karam. Su fuerza, la del documento,
las confesiones de algunos implicados directamente en los hechos, quienes están
actualmente sujetos a proceso. ¡Ah! Nada más subjetivo que la Confesión de un asesino, sospecharía
Joseph Roth. Lo que no está en el documento histórico, ni en el razonamiento
judicial forzosamente, es la información que tenían autoridades federales sobre
los desgraciados sucesos en tiempo real. Es como asegurar que Gustavo Díaz
Ordaz, Luis Echeverría Álvarez y Marcelino García Barragán hayan estado
informativamente ajenos, al minuto a minuto, de los sucesos sangrientos de la
Plaza de las Tres Culturas en Tlatelolco el 2 de octubre de 1968. De veras Peña
Nieto, Miguel Ángel Osorio Chong y el Gral. Salvador Cienfuegos Zepeda no
tenían información al momento de la noche de Iguala, ni de los antecedentes del
corredor delictivo de la amapola en Guerrero.
Y lo que sigue sin convencer es
la actitud de distancia inicial que adoptó el Presidente sobre lo sucedido el
26 de septiembre en Iguala. La magnitud horrorosa de los hechos era de ameritar la
intervención inmediata del gobierno federal. No ocurrió así y temo considerar
que esa actitud desentendida se debió a un “cálculo estúpido”, parecido al que
ya describió Jesús Silva-Herzog Márquez respecto a la invitación hecha a Donald
Trump para dialogar en Los Pinos con Peña Nieto.
Al calor de los acontecimientos
de Iguala el Presidente se asumió como jefe de facción. Sabía de las
implicaciones, de la segura afectación que tendría la noche de Iguala para los
gobernantes y dirigentes del PRD, para los que los “peñabots” llaman “chairos”.
Una manera nada honrosa de concluir la alianza “izquierdosa” del Pacto por
México. Jamás se imaginaron en el convite de los allegados a Peña el efecto
bumerán que adoptaría ese siniestro cálculo, hasta derivar en una estupidez que
tiró el “prestigio” alcanzado con la realización de las reformas estructurales.
Un jefe de Estado hubiera
encarado de distinta manera lo sucedido en Iguala, apersonándose de inmediato
él mismo o uno de sus empleados con rango de secretario. Replantearse la lucha
en contra del crimen organizado y dejar de considerarla como un simple manejo
de percepciones. Empezando con la depuración de empleados del gobierno federal
coludidos con el narcotráfico, para empezar, en Guerrero. No fue así, se
prefirió etiquetar el asunto como de orden local cuando en rigor todo lo
relacionados con la delincuencia organizada es, por ley, asunto federal. Se
frotaron las manos con la embarrada de mierda al PRD. Justicia poética, la
serie de omisiones le han salido caras a Peña Nieto y, en consecuencia, al PRI.