Tres son las iniciativas de “grandes” reformas que ha presentado el presidente Calderón desde que hizo su anuncio en septiembre pasado. La política, con endulzamiento ciudadano que no fue suficiente para diluir el amargo que aporta la pretensión de fortalecer el presidencialismo; la laboral, que propuesta como iniciativa de la fracción parlamentaria del PAN en San Lázaro, no deja de tener un marcado contenido proempresarial, que pretende legalizar lo que ya ocurre en los hechos: minimizar el alcance de los derechos laborales; la tercera “gran” reforma fue presentada recién el lunes 5 de abril. Reforma que de manera coloquial podría denominarse ley antimonopolios, lo que no suena bien a las conciencias que se dicen de la generación del sí. También podría denominarse ley para la ampliación de la competitividad económica.
Sin tener la iniciativa a disposición, ni contar por consiguiente con la exposición de motivos de la propuesta, me atengo a la alocución de presentación hecha en Los Pinos por el Presidente.
Un discurso dirigido a las élites, que no se detiene ante el vulgo con la mínima precisión didáctica de lo que es un monopolio, ni mucho menos a nombrarlos por su razón social o por los personajes conspicuos dueños de dichos monopolios. Eso se los deja a los columnistas ( Por ejemplo, leer a Raymundo Riva Palacio Monopolios: la otra guerra ). Así nada más, como sugiriendo que el monopolio es un ente demoníaco que no se sabe de donde viene y atenta contra el desarrollo de los mercados (sin recalar en el hecho de que los monopolios son resultado del funcionamiento de los mercados) No hay exposición de fondo para una reforma que parece acertada si no fuera por la desconfianza en la manera en que se exponen los propósitos presidenciales, siempre acotados por los límites ideológicos subyacentes y explícitos del sustentante: la religión y el mercado.
Sin dar cuenta de un discurso político cautivante que ponga en contacto a la sociedad política con la sociedad civil. Hay una dimensión ñoña del Estado que no se supera en el discurso pues el Estado, por principio, siempre es menos que dios y menos que el mercado. Cuando por principio el Estado es la salvaguarda de una comunidad nacional y de los sujetos que la conforman, si no puede ser eso no es nada.
No hay esa enjundia de estadista que, a través de la palabra, establece las líneas para la convivencia civilizada. Por el contrario, es la emoción del cruzado que se nutre de especular un mundo dividido. En el caso de la iniciativa de reforma a la Ley Federal de Competencia no hay el arrojo de poner a los monopolios en el espejo político. Qué veríamos reflejado en esta transposición en el espejo: a los monopolios los nombraríamos oligarquía.
Según Mauricio Merino (Siete meses después) no se encuentra el hilo conductor de las iniciativas planteadas por el Presidente, no aparece con claridad la articulación de las propuestas y hacia dónde nos llevan. Reformas que bien podrían ser orientadas en el argumento por la ampliación de los márgenes de la democracia para la disminución del peso de la oligarquía -se escude esta en los partidos, en los sindicatos o en las grandes empresas monopólicas.