Mientras la presidencia de la
república se mantuvo en manos de un mismo partido durante siete décadas en el
siglo pasado, la calidad de presidente electo no tenía mayores complicaciones.
El prolongado tiempo entre la elección presidencial y la toma de posesión del nuevo
titular del Ejecutivo, podía tomarse como un círculo funcional para el
reacomodo de fuerzas activas dentro del partido oficial (Así fue, por ejemplo,
la inclusión de los militares dentro del PRM y su posterior exclusión bajo las
siglas del PRI) El presidente electo negociaba y acomodaba fichas de su futuro
gobierno.
Para cuando se dio la alternancia
partidista en el año dos mil -sólo eso- uno de los inconvenientes que encontró
el entonces presidente electo Vicente Fox, fue la falta de recursos para
mantenerse a la espera de su toma de posesión. La partida presupuestal
destinada a la “transición” no existía y se tuvo que habilitar aún a riesgo de
suponer peculado. Desde ese año, el aparente interregno formado entre el día de la elección y la toma de
posesión comenzó a ser visto como una aberración ¿Por qué tantos meses? No
obstante, por dejadez, ni los presidentes ni las legislaturas de este siglo en
curso hicieron algo para corregir la anomalía. A lo mejor supusieron que el
bipartidismo “neoliberal” conformado por el PRI y el PAN podría prescindir de
esa corrección.
Las elecciones del 2018 dejaron
al descubierto la falta de previsión. Tres fuerzas políticas vapuleadas y
reducidas por el voto popular. Un presidente electo con treinta millones de
votos a cuestas y la presión que eso representa ¿Se puede soportar la condición
de “adorno” o "florero”? Con una mayoría en el Congreso empuja desde ese poder
constitucional el inicio legal de un nuevo gobierno, el de MORENA y sus
aliados, al tiempo que el presidente electo no tiene más atribuciones que las
de cualquier ciudadano. Una complejidad no prevista al romperse la continuidad de
la secuencia del gobierno dividido instalada desde 1997.
La turbulencia, los malabares,
son consecuencia del veredicto de las urnas. Se ha construido una arena
política donde existe un presidente en funciones sin fuerza y un presidente
electo con una fuerza de tal magnitud, que éste tiene que actuar para evitar su
desbordamiento con el apoyo de sus aliados congresistas que hacen suyas las propuestas
y las procesan desde su ámbito de gobierno, asumiendo la responsabilidad
política y legal.
Será hasta el próximo primero de
diciembre que tendremos nuevo presidente en funciones, con responsabilidades de
ley y nuevos márgenes de actuación para enfrentar las complicaciones del poder
desde la autoridad. Menos de un mes.