“Por encima de las hordas desesperadas,
a medida que avanzaba su obra de destrucción, asomaba la figura del
Anticristo.”
Norman Cohn
Evitar las referencias religiosas
es una obligación de las contiendas electorales por venir, aunque, como dice
Rüdiger Safranski, hasta los revolucionarios franceses eran inconscientes del
origen religioso de sus proclamas.
Ahora bien, si se han de hacer referencias
religiosas justo es desmenuzarlas desde su fuente y no soltarlas como una
metáfora ocurrente. Es el caso del Apocalipsis o libro de la revelación, la
profecía escatológica que describe los últimos tiempos, el advenimiento
definitivo del reinado de Jesús en la Tierra. Texto con el cual se concluye el
Nuevo Testamento.
En el cumplimiento de la profecía se previene de calamidades varias sobre la humanidad y de la última batalla en contra del maligno, representado fantásticamente en la figura del Anticristo. El tiempo de espera sería de mil años posteriores al nacimiento de Cristo. La profecía no se cumplió, pero sí excitó la imaginación de la población medieval, del siglo X al XVI. En aquellos años la figura del Anticristo se asignó indistintamente a los judíos, a los musulmanes, hasta al papa de Roma y a toda la iglesia que encabezaba.
Esta demonomanía ha servido de
modelo para la construcción social del enemigo y eso si merece atención: la
ominosa herencia de fabricar enemigos en el discurso político de la contienda
democrática. Cuando se instala esa creencia la persecución política está
garantizada, lamentablemente. Más nos vale librarnos de esos odios a los que
fácilmente se les da espacio cuando se hace del insulto y la animadversión una
fórmula consentida de la conversación sobre política.
Norman Cohn da cuenta de la
propagación de la fantasía que construye los demonios públicos y nos informa
que no se trata de un proceso enteramente “espiritual”. Recurrentemente, Cohn
señala a las fracturas sociales expuestas en el origen de estos delirios de
consecuencias fatales: la pobreza y la opresión, para la época que investigó. Y
más allá, la desesperación y la rabia por formar parte de una comunidad de fe,
la cristiana, que se levantó en contra de la opresión.
Ciertamente, el malestar social
de nuestros días tiene sus fracturas expresas, para el caso de México, en el
desbordamiento de la delincuencia, en la venalidad de las autoridades, en el
poder del dinero sobre las determinaciones judiciales. Formar parte de un
Estado de derecho que cotidianamente se incumple da grima. La condición de
desastre institucional lo ejemplifican tres informaciones distribuidas por toda
la prensa en esta semana: la orden de aprehensión en contra del ex gobernador
de Chihuahua, César Duarte, por malversar recursos públicos; la concesión de un
amparo, por parte del juez Anuar González Hemadi, a un joven violador de menores, Diego Cruz y; la captura en
San Diego, California, del Fiscal del Estado de Nayarit -Edgar Veytia- imputado de tener
vínculos con el narcotráfico.
Todo ello profundiza
desigualdades sociales y fortalece privilegios, “desdemocratiza” al país pues
desnaturaliza el supuesto de libertad y de igualdad ante la ley sobre los que
se finca la democracia liberal. Las elecciones contribuirán al desencanto hasta
que no se llegue al consentimiento de reparar las fracturas sociales por la vía
del fortalecimiento del Estado de derecho, por un lado, y una impostergable
reforma del capitalismo. No es soltando los miedos como sortearemos la
aduana electoral de 2018.