viernes, 31 de marzo de 2017

Y ahora...el Anticristo

“Por encima de las hordas desesperadas, a medida que avanzaba su obra de destrucción, asomaba la figura del Anticristo.”
Norman Cohn

Evitar las referencias religiosas es una obligación de las contiendas electorales por venir, aunque, como dice Rüdiger Safranski, hasta los revolucionarios franceses eran inconscientes del origen religioso de sus proclamas.

Ahora bien, si se han de hacer referencias religiosas justo es desmenuzarlas desde su fuente y no soltarlas como una metáfora ocurrente. Es el caso del Apocalipsis o libro de la revelación, la profecía escatológica que describe los últimos tiempos, el advenimiento definitivo del reinado de Jesús en la Tierra. Texto con el cual se concluye el Nuevo Testamento.

En el cumplimiento de la profecía se previene de calamidades varias sobre la humanidad y de la última batalla en contra del maligno, representado fantásticamente en la figura del Anticristo. El tiempo de espera sería de mil años posteriores al nacimiento de Cristo. La profecía no se cumplió, pero sí excitó la imaginación de la población medieval, del siglo X al XVI. En aquellos años la figura del Anticristo se asignó indistintamente a los judíos, a los musulmanes, hasta al papa de Roma y a toda la iglesia que encabezaba.

Esta demonomanía ha servido de modelo para la construcción social del enemigo y eso si merece atención: la ominosa herencia de fabricar enemigos en el discurso político de la contienda democrática. Cuando se instala esa creencia la persecución política está garantizada, lamentablemente. Más nos vale librarnos de esos odios a los que fácilmente se les da espacio cuando se hace del insulto y la animadversión una fórmula consentida de la conversación sobre política.

Norman Cohn da cuenta de la propagación de la fantasía que construye los demonios públicos y nos informa que no se trata de un proceso enteramente “espiritual”. Recurrentemente, Cohn señala a las fracturas sociales expuestas en el origen de estos delirios de consecuencias fatales: la pobreza y la opresión, para la época que investigó. Y más allá, la desesperación y la rabia por formar parte de una comunidad de fe, la cristiana, que se levantó en contra de la opresión.

Ciertamente, el malestar social de nuestros días tiene sus fracturas expresas, para el caso de México, en el desbordamiento de la delincuencia, en la venalidad de las autoridades, en el poder del dinero sobre las determinaciones judiciales. Formar parte de un Estado de derecho que cotidianamente se incumple da grima. La condición de desastre institucional lo ejemplifican tres informaciones distribuidas por toda la prensa en esta semana: la orden de aprehensión en contra del ex gobernador de Chihuahua, César Duarte, por malversar recursos públicos; la concesión de un amparo, por parte del juez Anuar González Hemadi, a un joven violador de menores, Diego Cruz y; la captura en San Diego, California, del Fiscal del Estado de Nayarit -Edgar Veytia- imputado de tener vínculos con el narcotráfico.


Todo ello profundiza desigualdades sociales y fortalece privilegios, “desdemocratiza” al país pues desnaturaliza el supuesto de libertad y de igualdad ante la ley sobre los que se finca la democracia liberal. Las elecciones contribuirán al desencanto hasta que no se llegue al consentimiento de reparar las fracturas sociales por la vía del fortalecimiento del Estado de derecho, por un lado, y una impostergable reforma del capitalismo. No es soltando los miedos como sortearemos la aduana electoral de 2018.
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