lunes, 29 de marzo de 2010

De qué violencia estamos hablando



Persiste el crimen organizado en incrementar la cifra del horror en México. Se enredan los tres niveles de gobierno para informar con precisión sobre lo que ocurre. Felipe Calderón no informa con elocuencia y de manera contundente. Con golpes de atril y discursos que denotan desesperación, el Presidente trasmite su enojo y quiere que la ciudadanía se lo compre. Viéndolo bien, enojados no vamos a ninguna parte.

El gobierno no se detiene a caracterizar a las bandas de la delincuencia organizada, se limita a calificarlas como bola de maleantes o ridícula minoría, pero no acierta a comprender el fenómeno más allá de la propia iracundia que le produce el verse reflejado desde la fragilidad del torpe, contrario a la imagen de omnipotencia atribuida al régimen presidencial mexicano.

La violencia que vive el país tiene sus rasgos que le son propios. Hasta donde estamos enterados, no se trata de una violencia con proclama política en contra del colonialismo (independencia, soberanía) o contra el orden imperante (revolución) tampoco se trata de una violencia invocada por motivos religiosos (guerra de religión) Esas motivaciones le son indiferentes a la delincuencia organizada.

Se trata de una violencia con una irracionalidad que pareciera que no tuviera de dónde justificarse, aparentemente ¿Cómo es que la violencia que todos los días nos informa la prensa se haya arraigado? ¿Qué condiciones han permitido su desarrollo? Si intentamos responder no nos llamemos sorprendidos con las respuestas.

Primero, tenemos una escala de valores que hace de la riqueza la aspiración máxima. Todos los días se nos conmina a desear y amasar riquezas, para ello se convoca el modelo del emprendedor sagaz, empírico, que se forja sin importar mucho la preparación.

Segundo, establecido el valor máximo se recurre a la praxis dominante o más extendida para alcanzar la riqueza. No es precisamente el trabajo o el desapego a las cosas mundanas, tampoco se trata nada más de ser competitivo. No, de lo que se trata es hallarle el modo, la manera de ser impune.

Tercero, la marginación social cuenta para el desarrollo de la violencia del crimen organizado. Casi todos los capos y su ejército ha salido de las condiciones de desigualdad, de falta de oportunidades, de estructuras verticales que refuerzan la conducción de un país en manos de un puñado de pudientes potentados que se niegan a tolerar la democratización de ciertos satisfactores.

Joaquín “El Chapo” Guzmán, es el prototipo que integra esta triple condición: del que emerge de la marginación, que alcanza el reconocimiento de ser enlistado entre los más ricos del mundo y participar de la impunidad cual poderoso político.

Frente a esta realidad el gobierno no ha hecho lo suficiente para transformarla, su estrategia se limita a la persecución policíaca y militar, al margen de los procedimientos judiciales. Con la despistada creencia de que los mercados algún día cubrirán sin conflictos los vacíos del Estado. Ciego ante la realidad, el gobierno está perdiendo incluso la batalla cultural implícita de la narco música y la narco vestimenta que ha adquirido aceptación entre los jóvenes marginados, no en todos, que presumen esta adscripción cultural como diciendo: “Yo quiero ser como El Chapo”.

Así las cosas, el combate al narcotráfico no es cosa sólo de balas sino de integración social. No de uniformidad religiosa, ni mercantilista, que quede claro.
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