La madrugada del último día de
septiembre del año 2016, un convoy militar iba ingresando a la ciudad de
Culiacán, Sinaloa. El convoy transportaba a un sicario herido, los militares
fueron emboscados por un grupo con gran capacidad de fuego. Fuego suficiente
para superar al del convoy, liberar al delincuente, herir a diez soldados y
asesinar a cinco. Los detalles, las versiones son del dominio público, así sean
estos fragmentarios y sin aportar la identidad de los atacantes. El significado
del suceso se silencia por terrible y ominoso: hemos perdido la paz y sólo la
negación nos lleva a no aceptar la afirmación sugerida.
La emboscada criminal no remite a
un hecho aislado, por desgracia, es la confirmación de actos sucesivos de una
estructura delictiva que ha hecho del país su campo de operaciones, ya no se
limita a zonas, regiones o estados. Una estructura que parece fortalecerse día
a día, sin afectación mayor si de la aprehensión de sus líderes se trata. Ya
van más de cien, dice la autoridad.
La emboscada reveló que la
maquinaria armamentista -resguardada por las fuerzas armadas- con que cuenta
México para sostener la paz está periclitando. El monopolio de la producción de
armas y municiones, así como la regulación de su comercio están rebasados.
Fronteras y costas articulan las rutas de un mercado negro eficiente, que ha
dotado de gran capacidad letal a las bandas del crimen organizado. Esto
significa un proceso de debilitamiento de capacidades institucionales que lleva
años, décadas, del cual los gobernantes de los tres niveles y de todos los
partidos y de los sin partido no asumen responsabilidad.
Se depositó en las habilidades de
los tecnócratas hacer creer –y lo siguen haciendo y creyendo- que la salud
pública descansaba en la armonía de las cifras macroeconómicas, despreciando
por completo las relacionadas con la seguridad, la justicia, la desigualdad y
la pobreza. Esas cifras no se tomaron como referente de la salud pública. De manera sistemática y quiero
pensar que de manera inconsciente, se fue socavando la paz pues la ley natural de la competencia económica nos
haría mejores, ignorando que la armonía de un país también pasa por la
cooperación, la solidaridad y el no menos importante respeto al Estado de
derecho.
Los corporativos empresariales
bien que se entonaron con esta cantaleta de los genios de la economía y fueron
más allá. A través de la publicidad de empresas y el razonamiento de sus gurúes
intoxicaron a las nuevas generaciones con una consigna que nadie refuta: si
buscas el éxito no hagas caso a los límites. Una consigna que nos confronta, a la
vez que nos alienta a ser fulleros y a contemporizar con la impunidad. Lo que
se estila en el glamoroso mundo del éxito es romper las reglas. Se ha
encarecido la experiencia acerca de los límites.
Añádase que el sistema electoral
se convirtió en un mecanismo para reproducir a una parasitaria clase política,
pero no ha sido el medio para hacer mejores gobiernos. El sistema electoral
está perversamente desconectado del buen gobierno, con lo cual las elecciones
han sumado gran descrédito. Los mecanismos de rendición de cuentas y de
sometimiento de la autoridad a los ciudadanos, son ineficaces o no existen.
Por los laberintos mencionados,
entre otros, se nos fue la paz. El 30 de septiembre de 2016 no perdimos la paz,
simplemente ya estaba extraviada con anterioridad, de manera lenta y con la
complacencia de las élites.