“A lo largo de la historia las
familias pudientes han sembrado las instituciones económicas y políticas con
líderes que defendieran sus intereses”
Michael Hudson
López Obrador sabe convocar a la
opinión pública, a su favor o en contra. Nada más soltó la palabra bancarrota
(16-09-2018) y los expertos, más quienes quisieron entrarle al tema no han dejado de comentar el equívoco
o los alcances de la expresión. Los más conmovidos han sido los sustentadores
del pensamiento único, sean o no economistas. Luego luego enseñan el cobre.
Hacen sus jaculatorias para conservar el orden económico dominante, invocan el
terror de las calificadoras, nos advierten de los mensajes brujos del mercado.
Efectivamente el mundo ha cambiado respecto a la conducción de la economía. En
los años setentas todavía correspondía al gobernante orientar la economía. Si
están pensando en Luis Echeverría acertaron, pero no sólo él. En Alemania
federal Willy Brandt, en Suecia Olof Palme, hasta en Estados Unidos Richard M.
Nixón, quien liberó a los Estados Unidos del acuerdo que lo obligaba a
respaldar el dólar en reservas de oro. Por supuesto, en la lista se agrega la
China de Mao, la URSS de Brezhnev.
Por desgracia prevalece un
pensamiento complacido en la contemplación de las variables macroeconómicas que
encubren la economía real. Para salir de ese marasmo ideológico hay que entender
de la historia económica, de la formación y variedad del pensamiento económico.
Saberes que no están al alcance de la mayoría (me incluyo).
El establishment, dijo Marcelo Ebrard, fue derrotado el primero de
julio. La mala noticia es que sigue teniendo poder, es un tigre que busca la
oportunidad para lanzar el zarpazo.
Considero que el uso ocasional de
la palabra bancarrota tiene que trascender más allá del “gazapo”. Es el momento
de revisar el agotamiento del monetarismo, su esquema simplificador de la
economía aderezado de fórmulas matemáticas no precisamente concurrentes. Lo he
escrito en otras ocasiones: cuántas variables se necesitan para significar o
representar la totalidad de la economía. Mucho más que las variables
macroeconómicas. Los economistas deberían abundar la discusión. El éxito de la
banca y de las grandes empresas, que lejos están de la bancarrota, acaso tiene
que coexistir con los bajos ingresos de la mayoría de la población y la
devastación ambiental. Por qué no incorporar en los criterios de una economía
sana la reducción de los índices delictivos, los motivados por la consecución
de dinero. Ya lo han dicho algunos legisladores, si me bajan el sueldo voy a
robar; los indicadores de salud pública en relación con la alimentación
nutritiva y al alcance de la población, para entender la proliferación de la
obesidad; formar un clima laboral con salario remunerador, estabilidad y sin
acoso o maltrato. Todo lo contrario de lo que se hace hoy en día. Como diría el
clásico, “Nombre, unos genios”; considerar los efectos ambientales de la
inversión extranjera, el caso de las mineras canadienses.
Los
economistas tendrán que exhibir el reduccionismo del liberalismo económico
extremo, su falaz postulación metahistórica. De lo contrario, estaremos
condenados a padecer el paradigma de los nenúfares*.
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*Al respecto ver Michael Hudson, Matar al huésped. Capitán Swing. Madrid,
2018. p.p. 120-121.