“el gran logro que hace de la
ciudadanía algo que vale la pena defender en muchas partes del mundo -el
reconocimiento de los derechos sociales- está bajo amenaza del capitalismo
global. Las protecciones sociales son desafiadas en nombre de la disciplina del
mercado”
Frederick Cooper
La descalificación es un arma
política usada y tolerada, es parte del juego. Por eso es infrecuente que los
dimes y diretes lleguen a los tribunales para sancionar el vituperio. Para eso
hay una arena específica reconocida, la de los medios de comunicación, la
prensa.
Cuando se llega al gobierno con
un proyecto claramente definido y expuesto, sin importar su orientación, es
normal la reacción de quienes encuentran afectados sus intereses personales con
el proyecto en curso. Después de varios decenios concentrados en adelgazar los
derechos sociales, las urnas decidieron ponerle fin a esa política y se levantó
la animadversión de los que resultaron afectados por el cambio de sentido.
Una muestra clara de
hacer patente el desacuerdo es formulando afirmaciones sin sustento. Así se
puede decir, AMLO no tiene estrategia ¿De veras se lo creen? Una cosa es
no estar de acuerdo y otra muy distinta demostrar que el actual gobierno no
tiene estrategia. AMLO es un ignorante ¿De veras se lo creen? Una cosa
es no coincidir y negarse a aceptar que haya saberes diferentes y otra muy
distinta desconocer que el actual gobierno dispone de un acopio y selección de
información para impulsar sus acciones.
Hay dichos que reflejan la
desesperación, la mala fe o la vesania de quien los profiere cuando afirma que
AMLO es un dictador, un tirano. El resentimiento se estrella con la realidad,
no hay elemento para demostrarlo, se trata de figuración retórica. Las
libertades en México se mantienen incólumes. Hay libertad de cultos, de prensa
y pensamiento, de comercio y tránsito, de asociación y reunión, elecciones
libres. Todo este conjunto de libertades queda fortalecido con el principio de
no recurrir a la represión, no hacer del uso de la fuerza pública para limitar
o suprimir libertades.
Desde un principio la estrategia
de López Obrador ha estado orientada a fortalecer los menguados derechos
sociales sin cancelar libertades, reordenando prioridades, desactivando las
tuberías de la corrupción. Es un reto de no fácil resolución cuando hay
historial y estructuras de componenda entre lo público y lo privado, al grado
que la corrupción, como el crimen organizado, tiene base social. Base que, por
ejemplo, se anida en instituciones académicas, como lo demostró el reportaje de
la Estafa Maestra expuesto por el medio digital Animal Político.
En los últimos años se fueron
desmontando derechos sociales en lo agrario, en lo laboral, en la educación, en
las pensiones y, por supuesto, en la salud pública. En este último rubro, desgastando
la operatividad de los servicios de salud del Estado, colocando en una bolsa
aparte a los funcionarios para ser atendidos por los hospitales privados al proporcionarles
un seguro de gastos médicos mayores. Una manera de desacreditar los servicios
de salud del Estado.
El primero de enero pasado, día
que inició formalmente la operación del Instituto de Salud para el Bienestar, desató
una ola de descalificaciones en contra el mismo. De la noche a la mañana hay
expertos sobre los servicios de salud pública por todos lados, pronosticando
que el fracaso del INSABI. Son pocos los que se han dedicado de tiempo atrás a
denunciar el deterioro del sector salud. Así como otros aprovecharon para
depredarlo, sin que se sepa de denuncias en curso de los exsecretarios de Salud.
Mientras tanto, el elefante reumático sigue ahí.
Por ello es importante y decisivo
dejar de oponer el régimen de libertades al menú de derechos sociales, no se
trata de una elección por eliminación. Un Estado fortalecido al servicio y
protección de sus ciudadanos no plantea de principio tal dilema. Pero los
intereses creados sí se lo plantean.