Adentrarse en la Sierra Tarahumara, descender sus barrancas, no es hoy en día un proyecto recomendable a la luz de la información que proporcionan los medios sobre la violencia en el estado norteño de Chihuahua. Los medios no reflejan la realidad total, nunca lo han pretendido porque saben que es imposible. Qué mejor que desafiar esa información y encontrar el contraste de la pacífica gente de la sierra.
Alejandro es un trabajador de la salud, prieto por el sol y de ojos azul fosforescente por efectos del inclemente calor. Desde El Fuerte, Sinaloa, se trasladó a Chihuahua pues ahí se hizo de una plaza del gobierno del estado. Alejandro nos encuentra de regreso de nuestro inconcluso viaje al Río Urique. Viene a caballo, guiado por Hermenegildo, un indígena Tarahumara fiel a la tradición de incansables y diestros caminantes de senderos escarpados. Salió a las seis de la mañana de Arepo para llegar a casas dispersas y remotas con el propósito de aplicar vacunas a la población infantil. Alejandro está embarado por tantas horas de andar a caballo, a punto de la insolación, se lamenta de no poder cumplir cabalmente su tarea, pues no encuentra niños que vacunar y los que halla no les puede administrar las vacunas por estar ausentes sus padres o un adulto de la familia que testifique el acto. Más adelante, arroyo arriba, dos niñas deshierban la milpa familiar para que la planta de maíz crezca sana y robusta. Una de ellas, Teresa, se acerca al llamado de Martín. Ascendiendo para llegar a nuestro punto de partida nos alcanza Julio, un adolescente que no se arredra para cumplir la faena que le han asignado ese día: trasportar estiércol de cabra para la milpa de su abuela. Son las tres de la tarde y él nos cuenta que va en el quinto viaje del día. Son la pacífica gente de la sierra que no aspiran a ser héroes, ni a que los proclamen valientes. Portan la dignidad de su trabajo que los libera de la indignidad de la codicia. Aunque se les vea al margen de la zona de confort, ellos se las arreglan para vivir en medio de la zona de guerra de Felipe Calderón en contra del crimen organizado.
Regresar al desconcierto de las noticias políticas es el retorno al caos. Increíble que después de siete semanas del incendio en la guardería ABC de Hermosillo, Sonora, no se tenga un informe claro de cómo y por qué inició el siniestro. Es lamentable que no se hayan decretado normas que anulen la posibilidad del manejo impune de estas estancias infantiles y se garantice una gestión profesional en el cuidado de los menores. A casi tres semanas de las elecciones del cinco de julio los llamados a la unidad y al acuerdo hechos por el presidente Calderón -verificados al menos en dos ocasiones- no están acompañados de una propuesta oficial. Hablar en abstracto, sin apuntar contenidos, no lleva a ningún lado. Después de las elecciones, en las que el partido oficial una vez más apostó por la división de la sociedad al plantear el falso dilema: estás con el gobierno o estás con la delincuencia organizada, dejó al Presidente sin la autoridad para delinear la agenda. Eso sí, los temas son insoslayables: impunidad, inseguridad, pobreza y economía.
Mientras tanto, los partidos políticos se encuentran sumidos en sus discusiones internas que al público en general ni le interesan. Vemos como la guerra entre el gobierno y las mafias se ha escalado, especialmente en el estado de Michocán, que es escenario de peliculesco despliegue militar, donde el cártel de La Familia ha demostrado ser factor de cohesión social fincado sobre actividades delictivas. La narcosociedad trasciende lo meramente policiáco para exhibirse como un fenómeno de interés sociológico, mostrando como los valores religiosos sirven para legitimar lo que sea simpre y cuando invoquen a dios padre.
¿Hasta cuándo seguiremos así, en el desencuentro político, en el desastre económico, en la devastación socioambiental? Se requiere redoblar los pasos para ensanchar el desarrollo democrático, que no se estanque en un IFE organizador de "impecables" procesos electorales.