Es sabido que los pactos son medidas coyunturales para dar salida a un persistente desacuerdo. Son un punto de partida o un reinicio que los actores políticos, a veces acompañados por los factores de la producción, se brindan mutuamente para lograr un acomodo mínimo para generar estructuras de largo aliento de carácter legal y/o constitucional. De eso sabía Carlos Salinas, artífice de toda una época pactista que inició en 1987 y que se diluyó después de 1994.
Esto viene a cuento porque el miércoles pasado, Felipe Calderón llegó a un tímido acuerdo con la CONCAMIN, remedo de pacto, con el que se congeló el precio de veinticuatro productos alimenticios, en su mayoría enlatados o resultado de un proceso industrial, excluyendo alimentos frescos como la carne, frutas y verduras. Un control de precios sobre una porción de la canasta básica por lo que resta del año. Un acuerdo restringido que no suma, que no concita el apoyo en bloque del aparato productivo. De corto alcance, el anuncio presidencial es reconocido por analistas de BBV Bancomer y BANAMEX como un paliativo, según reporta La Jornada.
Ya con anterioridad, el mes de enero si la memoria no traiciona, el presidente Calderón llegó a un acuerdo parecido con la asociación de tiendas de autoservicio y fue un fracaso. El motivo, excluir a los industriales del acuerdo. También se han adoptado medidas como la reducción de impuestos a la importación de alimentos y un multimillonario subsidio al consumo de la gasolina. Todo en este año y en abierta oposición al credo económico empresarial que profesa el destierro de los subsidios. Credo que de tiempo atrás siguen distinguidos miembros del gabinete, siendo su decano Luis Téllez Kuenzler.
A qué se debe ese cambio, a dos necesidades muy claras del gobierno calderonista: ganar las elecciones intermedias del 2009 y abrir cauce para que se concluya la reforma de PEMEX. No es la afectación de un súbito populismo de parte de quien lo ha denostado. Se trata de un uso retorcido del populismo para alcanzar objetivos muy precisos y ya mencionados. Y el retorcimiento mayor que surge de la casa presidencial es el de querer sustituir o actuar al margen de la institución encargada de la política antiinflacionaria, el Banco de México. Sin esa mínima coordinación institucional el plan anticrisis se ve condenado al fracaso.
Más difícil aún se ve la aprobación tal cual de la reforma de la industria petrolera. Ya Manlio Fabio Beltrones ha dicho que el Congreso no está obligado a seguir lo que el gobierno quiere. Ya el mismo Cuauhtémoc Cárdenas ha dado un repaso puntual a las declaraciones madrileñas de Felipe Calderón sobre el debate petrolero. Y el desgaste se lo sigue llevado el Presidente, pues el regañado gabinete sigue nadando de a muertito. Ni se apura, ni se aflige.
Y mientras tanto, el Congreso ha resuelto algunos pendientes de la reforma del Estado, que parecen ensombrecidos por el vendaval económico que se otea y ya se olfatea. Es decir, los vientos huracanados llegan a las narices del país como para poner a prueba el calado del barco y el temple y la pericia del capitán.