Al concluir los sexenios de Luis Echeverría (1976) y de López-Portillo (1982), hubo profundo malestar de las cúpulas empresariales encabezadas, desde entonces, por el Consejo Coordinador Empresarial. El desorbitado incremento de la deuda pública les quitaba el sueño. De irresponsables no bajaban a los exmandatarios. Eso se leía en la prensa y se puede consultar en las hemerotecas por si tienen dudas; otro malestar de esas cúpulas era la mínima insinuación de nuevos impuestos. El caso de un borrador en el que se proponía un impuesto a la propiedad escandalizó a Don Dinero; por último y para cerrar filas en contra del gobierno del PRI, su irritación por la corrupción. Una bandera legítima para combatir a los gobiernos de la posrevolución civilista
Estos tres ítems (deuda pública,
impuestos y corrupción) son una latente plataforma común entre las cúpulas
empresariales y el gobierno de México. Escribo latente porque no se ha
convertido en marco de colaboración. Al contrario, son temas que bien
escarbados no agradan y prefieren no moverle. Uno, porque la deuda pública
resultó oportunidad para salvar grandes empresas privadas. Dos, porque el cobro
de los impuestos ahora es más efectivo, no hay condonaciones, además de
combatir con mayor firmeza la evasión y el fraude fiscal. Tres, la corrupción escaló
hasta las nubes, fue más allá de la discrecionalidad permisiva y el uso de
prestanombres. Se hizo más voraz a través de mecanismos contractuales que
escondían la corrupción con el artilugio de los sobreprecios, cláusulas
leoninas y, de manera burda, con el concurso de empresas fantasma. Esa
corrupción está siendo directamente combatida con los dos brazos anticorrupción
que tiene el gobierno y que no son creación de la 4T: el SAT y la UIF.
Estas nuevas condiciones han
hecho inoperante la ideología neoliberal. Caído el velo ideológico los
intereses salen a la superficie. Parafraseando a Gramsci, cuando la ideología
se agota los intereses se atrincheran en una lucha sin cuartel por los recursos.
Ese afloramiento de intereses es
más deplorable en los partidos políticos que están impulsando una alianza con
el propósito de maniatar al Ejecutivo a través de la Cámara de Diputados. No formulan
una ideología común porque eso los dividiría. Son los intereses la base de su
unión por consumar. Recordemos que el PAN se fundó para disputarle al PRM el
poder. Lo mismo ocurrió décadas después con la fundación del PRD. De algún modo
existían ideologías reconocibles para ser aceptadas o rechazadas por los
ciudadanos, en la perspectiva teórica del pluripartidismo.
Cuando se estableció la
competencia electoral tutelada por un organismo “autónomo”, “árbitro supremo” (no
se rían), simultáneamente se abrieron las arcas y la tentación de hacer de la
política una actividad lucrativa. Con ello se cortó de tajo la vinculación no
electoral de los partidos con la ciudadanía. El gobierno proveía. Al acceder a
cargos ejecutivos de elección popular, los adversarios acérrimos del PRI
accedieron a las mieles de la corrupción. Los elegidos como legisladores fueron
seducidos por los moches y hasta le pusieron precio a la aprobación de reformas
legislativas. Sus intereses materiales o pecuniarios hicieron la escuela del
desgobierno. Esa distorsión se hizo patente en los gobernadores, llegar a
presidir el gobierno de una entidad federativa para enriquecerse a costa del
saqueo de recursos naturales y de más deuda pública.
Por eso la alianza opositora no
tiene ideología, tampoco consulta a sus bases. Todo se orquesta desde sus
cúpulas, hasta ahora manipuladas por Claudio X. González Guajardo. Entre la
oposición y el pueblo hay un abismo, el cual no quieren ver y se disponen a dar
un salto al vacío.