“La discusión en torno al
liberalismo se sitúa en un plano demasiado general para ser verdaderamente útil.”
Thomas Piketty
El 23 de mayo se realizó, en el
Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM, el seminario Corrupción y
lavado de dinero. Lo expuesto ahí no mereció la unanimidad de las ocho
columnas, tampoco enardecidos debates en las redes sociales. Dejando a un lado
lo impresionista de la convocatoria, el morbo que concita referirse al lavado
de dinero como una forma de corrupción. El centro de la discusión nos remite a
las vías legítimas a través de las cuales el Estado se allega recursos para
cumplir con sus funciones.
Es la fiscalidad que no se resume
en el cobro de impuestos, también se compone de otros cobros (autorizaciones,
concesiones, licencias, servicios) Al Estado se le exige y está bien. Pero
quejarnos no es suficiente si no miramos hacia la fiscalidad defectuosa o
violentada por la corrupción.
Durante los tiempos del modelo
ISI, industrialización por sustitución de importaciones, adoptado en muchos
países, la fiscalidad tenía una estimación considerable por los recursos
públicos generados directamente por el sector público de la economía (en el
caso de México cabe anotar la Banca de Desarrollo, CFE, PEMEX, sistemas de agua
potable) El endeudamiento público de los setentas e inició de los ochentas
descoyuntó el modelo ISI.
A partir de 1983 llegaron otras
convicciones, ampliar el libre comercio a costa de disminuir los bienes del
Estado. Las privatizaciones disminuyeron los recursos del Estado. Se le reclamó
más eficiencia y salieron a relucir un universo de carencias, incluido el
sector salud, educación, seguridad. El mercado como mecanismo anticorrupción gubernamental
no funcionó, por el contrario, la corrupción se adaptó a la operación de los
mercados evaporándose en el libre comercio en la forma de licitaciones
amañadas, sobreprecios. Un modelo echando la cara al exterior sin preocuparse
por el deterioro de la casa. Eso sí, el estatismo que se atacaba recurría a los
apoyos del Estado. Se denunciaba al ogro filantrópico populista mientras se
entronizaba al ogro filantrópico elitista. El ejemplo más afrentoso es el del sistema
bancario, que una vez privatizado incluía entre sus previsiones la institución
de un fondo para atender al banco que tuviera problemas de solvencia. Parecía
pertinente y racional, pero no se contaba que después del error de diciembre de
1994 casi todo el sistema privado cayó en insolvencia dando oportunidad a la
aplicación del salvataje por medio de ese fondo y se hizo del dominio público
su terrible acrónimo: FOBAPROA. Un rescate absurdo que todavía condena al
Estado a entregarle anualmente recursos a los bancos privados sin poner un
claro punto final. Un dinero que podía ser ejercido para mejorar educación,
salud, seguridad. Luego vinieron los Pidiregas, financiamiento privado-deuda
pública para la CFE. Después el mecanismo de las inversiones público-privadas
para terminar de comprometer el sector energético en manos del Estado. La
fiscalidad seguía deteriorándose.
El siglo XXI trajo otras sangrías
para las finanzas públicas. Las condonaciones de impuestos que beneficiaron a
grandes empresas. Las empresas “factureras” especializadas en la defraudación
fiscal. Ya no me extiendo en el tema del dispendio de recursos, los excesos en
publicidad, por ejemplo. Esos y otros temas que no beneficiaban al país, pero
que si obtenían cierta complacencia liberal.
Lo que está haciendo Carlos Urzúa,
su oficial mayor Raquel Buenrostro, junto con los titulares del SAT, de la UIF,
la Procuraduría Fiscal, con la colaboración de la Auditoría Fiscal de la
Federación, por mejorar la fiscalidad con el propósito distributivo que se
refleje en salud, educación y seguridad, como mínimo, es un propósito que nos
une a todos o debería.