lunes, 27 de mayo de 2019

Fiscalidad y distribución


“La discusión en torno al liberalismo se sitúa en un plano demasiado general para ser verdaderamente útil.”
Thomas Piketty

El 23 de mayo se realizó, en el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM, el seminario Corrupción y lavado de dinero. Lo expuesto ahí no mereció la unanimidad de las ocho columnas, tampoco enardecidos debates en las redes sociales. Dejando a un lado lo impresionista de la convocatoria, el morbo que concita referirse al lavado de dinero como una forma de corrupción. El centro de la discusión nos remite a las vías legítimas a través de las cuales el Estado se allega recursos para cumplir con sus funciones.


Es la fiscalidad que no se resume en el cobro de impuestos, también se compone de otros cobros (autorizaciones, concesiones, licencias, servicios) Al Estado se le exige y está bien. Pero quejarnos no es suficiente si no miramos hacia la fiscalidad defectuosa o violentada por la corrupción.
Durante los tiempos del modelo ISI, industrialización por sustitución de importaciones, adoptado en muchos países, la fiscalidad tenía una estimación considerable por los recursos públicos generados directamente por el sector público de la economía (en el caso de México cabe anotar la Banca de Desarrollo, CFE, PEMEX, sistemas de agua potable) El endeudamiento público de los setentas e inició de los ochentas descoyuntó el modelo ISI.

A partir de 1983 llegaron otras convicciones, ampliar el libre comercio a costa de disminuir los bienes del Estado. Las privatizaciones disminuyeron los recursos del Estado. Se le reclamó más eficiencia y salieron a relucir un universo de carencias, incluido el sector salud, educación, seguridad. El mercado como mecanismo anticorrupción gubernamental no funcionó, por el contrario, la corrupción se adaptó a la operación de los mercados evaporándose en el libre comercio en la forma de licitaciones amañadas, sobreprecios. Un modelo echando la cara al exterior sin preocuparse por el deterioro de la casa. Eso sí, el estatismo que se atacaba recurría a los apoyos del Estado. Se denunciaba al ogro filantrópico populista mientras se entronizaba al ogro filantrópico elitista. El ejemplo más afrentoso es el del sistema bancario, que una vez privatizado incluía entre sus previsiones la institución de un fondo para atender al banco que tuviera problemas de solvencia. Parecía pertinente y racional, pero no se contaba que después del error de diciembre de 1994 casi todo el sistema privado cayó en insolvencia dando oportunidad a la aplicación del salvataje por medio de ese fondo y se hizo del dominio público su terrible acrónimo: FOBAPROA. Un rescate absurdo que todavía condena al Estado a entregarle anualmente recursos a los bancos privados sin poner un claro punto final. Un dinero que podía ser ejercido para mejorar educación, salud, seguridad. Luego vinieron los Pidiregas, financiamiento privado-deuda pública para la CFE. Después el mecanismo de las inversiones público-privadas para terminar de comprometer el sector energético en manos del Estado. La fiscalidad seguía deteriorándose.

El siglo XXI trajo otras sangrías para las finanzas públicas. Las condonaciones de impuestos que beneficiaron a grandes empresas. Las empresas “factureras” especializadas en la defraudación fiscal. Ya no me extiendo en el tema del dispendio de recursos, los excesos en publicidad, por ejemplo. Esos y otros temas que no beneficiaban al país, pero que si obtenían cierta complacencia liberal.

Lo que está haciendo Carlos Urzúa, su oficial mayor Raquel Buenrostro, junto con los titulares del SAT, de la UIF, la Procuraduría Fiscal, con la colaboración de la Auditoría Fiscal de la Federación, por mejorar la fiscalidad con el propósito distributivo que se refleje en salud, educación y seguridad, como mínimo, es un propósito que nos une a todos o debería.

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