Entramos al onceavo mes de la administración de Enrique Peña
Nieto. Bien o mal, el Presidente ha puesto en juego todas sus cartas
reformadoras. En la creencia de reformar en el principio de una gestión porque
después la negociación se encarece –como si su abundancia fuera constante.
Vendrán los comicios federales con sus propios arreglos oportunistas
(coaliciones que no tienen beneficio para la población) Además, el primer año
de un gobierno con origen democrático es cuando más fuerza y expectativas
agrega.
Seguramente el rostro del país imaginado, no bien descrito
hasta ahora, no lo verá la presente administración. Se jugaron las cartas
apostándole a la continuidad sibilina y las tres reformas por concluir –energética,
hacendaria y política- darán cuenta de lo que se intentó y se pudo.
Se ve con claridad como las cúpulas empresariales,
principales beneficiarias de las reformas, se oponen a la reforma hacendaria
para dejar a salvo su elección: primero es la codicia. Ponen de parapeto a la
clase media y toman partido. Las cúpulas empresariales, gustosas siempre de
considerarse apolíticas y apartidistas, tienen en el Partido Acción Nacional el
mejor promotor de sus intereses.
De los partidos, situados en la mezquindad, encuentran en la
proyectada reforma electoral nuevos recursos para sobrevivir a expensas de la
sociedad. Hay quienes ven en dicha reforma el chantaje a través del cual
transitarán las reformas que actualmente están en el Congreso. Y por qué no de
una vez, si se planea un nuevo árbitro de una vez se somete a subasta todas las
siglas partidistas y se convoca a la creación de nuevos partidos.
En este momento, Peña Nieto es consciente de que en cuanto a
reformas se hizo lo que se pudo. Significa esta conclusión que el gobierno
actual se acabó. No. Esa conclusión es una estupidez. El gobierno, sí, llegará
a una redefinición obligada por las reformas que él mismo impulsó y por el
inmovilismo inconfeso de la variopinta coalición opositora.
Ahora toca observar a las instituciones gubernamentales, las
nuevas y las que han sobrevivido, en su desgaste o en su inutilidad de origen.
Es suficiente, diría yo un exceso, un año al frente de las instituciones del
país como para tener identificado qué y quiénes funcionan. Sacudir en serio la
administración pública federal para reducir la corrupción y brindar mejores
servicios a la nación. El pretexto de la resistencia al cambio, los poderes
fácticos –el que gusten CCE o CNTE- y los intereses partidistas, tienen que
dejar de ser el obstáculo para que el gobierno, el aparato y el servicio
públicos, sirvan realmente a la gente. Esa es la gran tarea, tal vez inesperada,
que le queda al Presidente. De su decisión depende abrir un horizonte a un
régimen democrático de derecho socialmente responsable, haciendo que la
democracia no se agote en los procesos electorales sino que se ensanche y
consolide en una democracia para todos, incluyente. No en exclusividad para un
decil de la sociedad, el que concentra la riqueza.