martes, 7 de agosto de 2018

Estrés postelectoral

“en un mundo de máquinas, o de criaturas que puedan reducirse al estado de máquinas, los tecnócratas serían dioses.”
Lewis Mumford

A la espera de la declaratoria formal de presidente electo por parte de la autoridad responsable, el ánimo político en México se podría describir como estrés postelectoral. Los que ganaron están en el apuro de cumplir promesas. Los que no fueron favorecidos con los resultados, buscan en cada declaración del bando triunfador la fisura desde la cual fracturar al todavía prospecto de equipo de gobierno.


La historia que condujo al desenlace electoral del primero de julio pasado tiene que traerse a cuento en cada análisis que se haga de la coyuntura. Esto vale tanto para los que se sienten con “méritos” de campaña, como para los que cargan el resentimiento por estar del lado derrotado.

Noticias que son escaramuzas es lo que se lee en los medios. Que si el fideicomiso de militantes de Morena en apoyo ha damnificados violó la norma electoral. Que si la carta de Trump revela el pequeño Trump que todos llevamos dentro. Que si confiar a Manuel Bartlett la dirección de la CFE es un regreso al pasado. Que si el desayuno de AMLO con Meade fue un despropósito. Toda una serie de alegatos que pincelan el estrés. En el fondo hay una disputa entre políticos y tecnócratas expuesta en apretada cronología:

1982. Marcó el inicio de los tecnócratas en el poder con el arribo de Miguel de la Madrid a la presidencia, quien dejó en la carrera al político Javier García Paniagua. El sexenio en el que las noticias sobre el narcotráfico se insertaron como un tema nacional por atender y ahora padecer.

1988. En polémicas elecciones, otro tecnócrata se hace de la silla presidencial, Carlos Salinas de Gortari. El ya mencionado Bartlett se quedó varado en la pasarela de aspirantes del partido oficial.

1994. El candidato del PRI, Luis Donaldo Colosio, fue asesinado. La sustitución recayó en el tecnócrata Ernesto Zedillo. El político desfavorecido en esta sucesión de pesadilla fue Manuel Camacho Solís.

2000. A modo de placebo, la alternancia llevó a Vicente Fox al cargo público más codiciado, aunque las riendas siempre estuvieron en las manos de otro tecnócrata: Francisco Gil Díaz. Los políticos ya sólo jugaron desde la oposición. Con Fox se implantó la nefasta idea de confundir lo público con lo privado. Confusión que ha servido desde entonces como un estímulo adicional a la corrupción.

2006. De nuevo elecciones cuestionadas. “Haiga sido como haiga sido”, Felipe Calderón presidente. El aval de la tecnocracia nunca le faltó, estuvo presente en su equipo. Los políticos se quedaron en ascuas, mirando como el país se introdujo en el túnel de la violencia del cual no ha salido.

2012. Enrique Peña Nieto sí proviene de un establo político muy peculiar, por cierto, pues siempre ha postulado la política como negocio y por eso le hacían sentido las reformas que decretó. Cumplió el anhelo de los tecnócratas. A la par, la corrupción y la violencia se mantuvieron como el estigma de una modernización defectuosa. Los políticos pasaron a formar parte de la utilería, costosa y “plural”.

2018. Con López Obrador regresan los políticos con un gran respaldo, la tecnocracia fue barrida. El desprestigio de los políticos no inclinó la balanza.

Es de esperarse que los políticos hayan entendido porqué salieron en 1982. De igual forma los tecnócratas tienen a su cargo comprender porqué se van. Algunos mexicanos exigimos una toma de conciencia hecha pública, de parte de quienes han ostentado máximas responsabilidades y nos digan en qué se ha fallado. Es la oportunidad para que los asuntos públicos desplacen el vacío moral impuesto por la politiquería de los intereses pecuniarios y el dogma de las leyes del mercado.

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*Dos pendones ilustran esta presentación. El día 6 de agosto falleció mi querido hermano Héctor Raúl. Antes, el 2 de agosto, mi gran amigo Víctor Hugo de Lafuente. Doblete funerario. 

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