martes, 7 de abril de 2015

Fascismo ¿Tan cerca?

En México no hay organización, ni gente movilizada de manera abierta con el propósito de establecer un régimen totalitario. Un régimen de gobernante fuerte y salvífico, que se impone a través de un partido, una revolución o el ejército, en el que se han desactivado los componentes básicos de una democracia (división de poderes, pluripartidismo, elecciones libres, igualdad de oportunidades y trato) El totalitarismo también se caracteriza por imponer un pensamiento único, desaparecer la crítica y hasta eliminar parte de la población a la que considera enemigo reductible a causa de sus creencias, etnia o posición social. El totalitarismo es un fenómeno moderno surgido de democracias fracasadas o que no alcanzaron a madurar, en donde el mercado interno era débil, por escasez de mercancías o por la inflación, caras de una misma moneda. Se trata de un régimen de un solo hombre que demanda lealtad a sus seguidores y aclamación –aplausos- a sus gobernados, exento de responsabilidad y sin obligación de rendir cuentas (En cierta medida y proporción están emparentados el estalinismo, el fascismo, el franquismo, el nazismo y las dictaduras del Cono Sur, formaciones todas ellas desparecidas)



En México, no obstante, debemos estar atentos, considerar los indicios que pueden constituirse en el caldo de cultivo de un régimen fascista. La percepción de inseguridad, la confianza, el resentimiento, el odio. De las dos primeras se hacen sondeos diversos y las opiniones solicitadas confirman la experiencia real y subjetiva de la inseguridad y la desconfianza; del resentimiento y el odio se puede apreciar en los "grafitis", en las redes sociales y en las congregaciones de masivas. Estos componentes, en su reiteración, pueden formar “El gran ennui” (Steiner) Ese estado de esperanza fundado en la expectativa del dinamismo económico y la innovación tecnológica, esperanzas que se ahogan en la inmovilidad social o peor, en el ahondamiento de la desigualdad social.




Tomando la hoja del odio, si de él nos podemos referir en México es hacia los políticos y los partidos. Es lamentable que hasta los mismos partidos se encarguen de contagiar el odio a través de campañas negras. Y donde mejor se ha acomodado el odio en estos tiempos es en la costura que une los portales de empresas periodísticas con las redes sociales. Es ahí donde uno se puede dar cuenta de los contenidos del odio. Es así, el odio a los políticos y los partidos, porque la “democratización” ha servido para construir el hábitat de la clase política, donde vive y se reproduce a expensas de la sociedad. Pero no lo ven y como si nada hacen campaña y piden el voto. Recurrir al voto de castigo es premiar a otros incompetentes. El voto nulo no les quita el sueño, en este sistema electoral, como en los casinos, la casa nunca pierde. 

Pero las cosas no pueden seguir así, el desencanto tampoco, ni esperar la secuela posible, el fascismo. Sería más edificante redactar un acta ciudadana donde punto por punto la sociedad dicte las condiciones de actuación de los partidos y los políticos, así como las sanciones. Sugerirlo ya es una forma de empezar. 

domingo, 5 de abril de 2015

Transparencia, tan lejos

El Senado remitió la minuta de la ley general de transparencia a la Cámara de Diputados. De las cosas presumiblemente buenas que dejó marzo. Como en el caso de la legislación anticorrupción, no ha concluido el proceso, la publicación en el Diario Oficial señalará el final a partir del cual entrarán en vigor las nuevas disposiciones.

En verdad, sendos proyectos no han tenido la mejor discusión pública, esto es, no se vio un esmerado intercambio entre la clase política y la sociedad civil que alimentará todos los días el avance sobre estos temas. Los concesionarios de radio y televisión no le abrieron el merecido espacio a la discusión. Peor todavía, el espacio de comunicación política desde el día de hoy, domingo 6 de abril, queda acaparado por las campañas electorales rumbo al 7 de junio próximo. No es visible un compromiso de las fuerzas políticas por fortalecer el combate a la corrupción y consolidar la transparencia gubernamental. Del lado del Ejecutivo federal no se aprecia que la transparencia y rendición de cuentas formen parte de sus prioridades y, por lo tanto, no le preocupa situarse como el líder de estos asuntos. Es más, hay gente que desde la conseja atávica le recomienda al presidente Peña Nieto hacer de la sucesión su principal tarea.

Si uno le echa un ojo al proyecto de ley que se encuentra en el portal del IFAI –ignoro si es idéntico al que se encuentra en el Congreso- se trata de una legislación aplicable a los tres niveles de gobierno. Se incluyen nuevos sujetos de aplicabilidad como los legisladores, los sindicatos, los fideicomisos. No obstante, en el terreno de las sanciones se mantiene en el plano pecuniario y administrativo, nada grave de qué preocuparse, una ley manejable a la manipulación de legalismos que secularmente han suplantado el imperio de los fines de la ley. La exposición de motivos no es robusta, sin recurrir al uso de datos y la descripción casos repetidos de la actuación de las desviaciones en el servicio público. Tampoco se describe la vinculación de esta ley con el conjunto del continente jurídico relacionado con el servicio y los recursos públicos. Una isla más en el archipiélago legislativo, sin disposiciones que obliguen a la coordinación intergubernamental y entre las dependencias, promotoras de la actuación de oficio.

El problema en el fondo es cultural, la aversión hacia la transparencia por parte de las autoridades es un estilo de vida –dicho en términos de la antropología norteamericana- o una forma de consciencia –si hacemos honor al joven Marx. La concepción del poder como la entienden y la practican las autoridades las exime de responsabilidad, no se sienten obligadas a rendir cuentas o pedírselas es una afrenta a su persona y a su familia. Para la alta burocracia el abuso, desde el más nimio, es una atribución del cargo. Si no, entonces para qué son autoridad. Es una cultura que se extiende por toda la capilaridad burocrática, que permea. Por esta actitud, pese a la ley, el principio del servicio público no es el de profesionalidad sino el de lealtad. Antes que nada, la lealtad es obligada, el mérito eficaz para acceder la pertenencia. Como realmente no se da una transformación de la burocracia, la legalidad es intervenida por el legalismo de quienes se vuelven en avezados operadores, los representantes del Estado.

Es emblemático de ese estilo o forma de consciencia, de quienes ejercen el poder público en México, el caso de David Korenfeld, director de la Comisión Nacional del Agua. Usar un helicóptero de la dependencia para efectos vacacionales de su familia no le mereció al susodicho ningún conflicto de responsabilidad, mucho menos relacionó su práctica con la rendición de cuentas. Si no es por el vecino habilitado como “paparazzi” que se dio cuenta, fotografió el hecho y lo difundió en las redes, la transparencia -la legislación y los entes reguladores- se hubieran sometido al rigor de la opacidad. El funcionario no hubiera aceptado como vergonzoso el abuso “normal”, por eso recurrió al legalismo de depositar en la tesorería el costo del servicio del que hizo mal uso. Hechos similares ocurren cotidianamente dentro del servicio público, se han hecho consuetudinarios, tanto que gobierno y sociedad terminan por aceptarlos como parte de la normalidad.


Y así sucede porque ni siquiera hemos imaginado que, expuesto en palabras de Friedrich Heer, el servicio público “constituye un placer, en el buen sentido de la palabra, el procurar bienestar a los demás. Es fácil imaginar lo que esto puede significar para la moral del estado y para la moral tributaria de la población, si ésta es atendida y protegida”
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