jueves, 18 de septiembre de 2014

Hasta dónde se han roto los paradigmas

Si en su momento Thomas Kuhn utilizó la palabra paradigma para señalar los criterios cambiantes a lo largo de la historia, sobre los que se funda el conocimiento científico. La popularización posterior del término se extendió a otros objetos para enfatizar el cambio institucional. Paradigma llegó a competir con conceptos ya establecidos como el de estructura, tipo ideal, constructo, patrones, modelo, con los cuales se resaltan los rasgos distintivos de creaciones culturales que adoptan grupos, comunidades, clases o sociedades. Para los efectos de este artículo sustituyo la expresión paradigma por modelo.



Es cierto que en México se han roto paradigmas. Es una afirmación que amerita sustanciarse. Para romper los modelos arraigados se han desplegado más de 18 meses de la actual administración, más de tres décadas, para no ser injustos. Si acaso, lo visto en los últimos meses es la conclusión de un dilatado proceso de cambio que ha significado romper con modelos de poder y desarrollo económico, sin incidir en la modificación de patrones culturales que mantienen la precariedad del Estado de derecho y la consecuente falta de eficacia para producir justicia.

El abandono del modelo de desarrollo, basado en la rectoría económica del Estado, orientado hacia el mercado interno, protector de los productores rurales, el comercio y la industria; la adopción de un modelo basado en el libre comercio, orientado hacia el mercado externo y el fortalecimiento de consorcios empresariales con plenas garantías de mover sus capitales, es decir, sin compromisos jurados respecto a las metas nacionales.

El modelo implantado ha requerido de modificaciones constitucionales, las cuales se han venido sucediendo y hasta ahora se han completado con las reformas energética y laboral recientes. No obstante el afán antiestatista del modelo, sus imperfecciones mostradas en un mercado interno débil, salarios precarios y desocupación, obligan a mantener la intervención del Estado a través del gasto social. Y mientras más exclusión y desigualdad formal el modelo de desarrollo establecido, se requiere de más gasto social.

Asociado a este modelo se encuentra el cambio en el modelo de poder. Hasta cierto punto, este proceso despegó con anterioridad, en sus especificaciones circunscritas a la materia electoral. Formalmente, el modelo de poder centrado en el Partido Revolucionario Institucional, en su carácter multiclasista, otorgaba al Estado una capacidad de arbitraje eficaz, utilizando las compensaciones sociales para agregar apoyos al régimen. Al avanzar la democracia electoral y junto con ella el pluralismo, sin proclamarse, ni instituirse constitucionalmente, se insertó un modelo de poder oligárquico, en sincronía con las exigencias del modelo de desarrollo.

Hoy en México, las grandes decisiones públicas se fundan medularmente en la voz de las grandes empresas, para nada influyen el sector obrero o el campesino, reducidos a pilares arcaizantes del PRI (A manera de hipótesis, la tendencia del PRI se acerca a la identidad con la clase media, en una aspiración totalmente palacio) Las grandes empresas no sólo son consultadas e influyen decisivamente en el gobierno, cuando no logran su objetivo no quitan el dedo del renglón, el caso de la Reforma Fiscal. También financian campañas de políticos y, en sentido opuesto, operan para formar el desprestigio de quien no es de su agrado. No está lejano el día en el que la hegemonía empresarial termine por periclitar el pluralismo. El poder oligárquico tiene en un puño a la democracia mexicana.

Dicho esto para darle sustancia demostrativa a la afirmación presidencial de los paradigmas rotos.


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