Si en su momento Thomas Kuhn
utilizó la palabra paradigma para señalar los criterios cambiantes a lo largo
de la historia, sobre los que se funda el conocimiento científico. La
popularización posterior del término se extendió a otros objetos para enfatizar
el cambio institucional. Paradigma llegó a competir con conceptos ya
establecidos como el de estructura, tipo ideal, constructo, patrones, modelo,
con los cuales se resaltan los rasgos distintivos de creaciones culturales que
adoptan grupos, comunidades, clases o sociedades. Para los efectos de este
artículo sustituyo la expresión paradigma por modelo.
Es cierto que en México se han
roto paradigmas. Es una afirmación que amerita sustanciarse. Para romper los
modelos arraigados se han desplegado más de 18 meses de la actual
administración, más de tres décadas, para no ser injustos. Si acaso, lo visto
en los últimos meses es la conclusión de un dilatado proceso de cambio que ha
significado romper con modelos de poder y desarrollo económico, sin incidir en
la modificación de patrones culturales que mantienen la precariedad del Estado
de derecho y la consecuente falta de eficacia para producir justicia.
El abandono del modelo de
desarrollo, basado en la rectoría económica del Estado, orientado hacia el
mercado interno, protector de los productores rurales, el comercio y la
industria; la adopción de un modelo basado en el libre comercio, orientado
hacia el mercado externo y el fortalecimiento de consorcios empresariales con plenas
garantías de mover sus capitales, es decir, sin compromisos jurados respecto a
las metas nacionales.
El modelo implantado ha requerido
de modificaciones constitucionales, las cuales se han venido sucediendo y hasta
ahora se han completado con las reformas energética y laboral recientes. No
obstante el afán antiestatista del modelo, sus imperfecciones mostradas en un
mercado interno débil, salarios precarios y desocupación, obligan a mantener la
intervención del Estado a través del gasto social. Y mientras más exclusión y
desigualdad formal el modelo de desarrollo establecido, se requiere de más
gasto social.
Asociado a este modelo se
encuentra el cambio en el modelo de poder. Hasta cierto punto, este proceso
despegó con anterioridad, en sus especificaciones circunscritas a la materia
electoral. Formalmente, el modelo de poder centrado en el Partido
Revolucionario Institucional, en su carácter multiclasista, otorgaba al Estado
una capacidad de arbitraje eficaz, utilizando las compensaciones sociales para
agregar apoyos al régimen. Al avanzar la democracia electoral y junto con ella
el pluralismo, sin proclamarse, ni instituirse constitucionalmente, se insertó
un modelo de poder oligárquico, en sincronía con las exigencias del modelo de
desarrollo.
Hoy en México, las grandes
decisiones públicas se fundan medularmente en la voz de las grandes empresas,
para nada influyen el sector obrero o el campesino, reducidos a pilares arcaizantes
del PRI (A manera de hipótesis, la tendencia del PRI se acerca a la identidad
con la clase media, en una aspiración totalmente palacio) Las grandes empresas
no sólo son consultadas e influyen decisivamente en el gobierno, cuando no
logran su objetivo no quitan el dedo del renglón, el caso de la Reforma Fiscal.
También financian campañas de políticos y, en sentido opuesto, operan para
formar el desprestigio de quien no es de su agrado. No está lejano el día en el
que la hegemonía empresarial termine por periclitar el pluralismo. El poder
oligárquico tiene en un puño a la democracia mexicana.
Dicho esto para darle sustancia
demostrativa a la afirmación presidencial de los paradigmas rotos.