El Gral. Salvador Cienfuegos, después de un mes de aprehensión en los Estados Unidos, fue liberado, regresó a su país y se encuentra en su casa. Por ahora, el personaje ha cesado como fuente de primicias varias para notas y especulaciones.
Dejemos entonces poner el foco en
la institución militar, en la corporación que presume el más alto espíritu de
cuerpo de México. De ella se dice que opera acatando las órdenes que le dicta
su jefe supremo. Nada de lo que hace el Ejército y la Marina está oculto a la
mirada del presidente en turno. Por ello se afirma que el responsable máximo
del actuar de las fuerzas armadas es su jefe supremo. Esta visión, en modo
alguno colectiva, incorpora la consistencia de un dogma y una certidumbre que
no alberga controversia. Por eso el fuero presidencial, en vías de extinción,
cubre con su manto protector a los militares, por razones de seguridad.
Si al dogma es aceptado entonces
se puede considerar que cada presidente deja una impronta en las fuerzas
armadas, ya acentuando una orientación represiva o una tendencia de auxilio
hacia la población civil. Con sus decisiones el Ejecutivo engrandece o
ensombrece a la institución militar. No es ella, es él.
Ahí está el terrible capítulo de la guerra contra el narcotráfico que declaró Felipe Calderón. Sabemos que dejó miles de muertos y desaparecidos, hogares truncos. Resultado de esa estrategia siguen convulsionadas no pocas localidades. Lo que desconocemos es la documentación de instrucciones presidenciales extendidas en el cauce de esa mal llamada guerra. Se olvida que la institución militar fue llevada a ese conflicto sin protección legal, guerra en la que el secretario de seguridad de Calderón, Genaro García Luna, estaba al servicio de narcotraficantes. Así, ni como ganar, ni como poner a salvo el prestigio de las fuerzas armadas. A otras generaciones les tocará acceder a la información reservada hasta ahora y que se abrirá con la llave del tiempo.