“El mundo se repite sin fin y
brinca de impaciencia sin moverse de sitio. La humanidad reitera imperturbable
a lo largo del tiempo el mismo repertorio teatral.”
Auguste Blanqui
La indignación del presente
frente a los actos delictivos de los funcionarios del Estado no recurre a la
memoria. Como si se tratara de actos únicos, nuevos, excepcionales, nunca
ocurridos hasta los gobernadores de ahora o del pasado inmediatísimo. Ya en el
pasado existieron en México gobernadores que abusaron de su posición para
amasar su riqueza personal. Emblemáticos, Gonzalo N. Santos en San Luis Potosí;
Máximino Ávila Camacho en Puebla; Tomás Garrido Canabal en Tabasco, cuya
estirpe ha gobernado en Chiapas y actualmente en Morelos; Miguel Alemán Valdés,
el ícono de la corrupción, en Veracruz y en todo México. Todos ellos bajo el
manto ideológico de la Revolución Mexicana, fueron sus frutos podridos. Los
gobernadores de ahora, en absoluto expresión del pluripartidismo, siguen la
tradición de embolsarse los recursos públicos, bajo el contexto de las reformas
estructurales, son sus frutos podridos. Como los burócratas soviéticos, tras
caer el telón de acero, a decir de
Tzvetan Todorov: “Su conversión a la retórica democrática y a las prácticas de
enriquecimiento personal fue instantánea”.
En México es más que una
analogía. El ejercicio de altos cargos públicos y el enriquecimiento
desproporcionado en relación con los salarios que perciben es norma no escrita.
La fiscalización y la sanción ocurren, sí, pero como venganza política, como
castigo a la deslealtad, nunca como imperativo de la ética de la
responsabilidad. El caso es encontrar el momento histórico de la conciencia,
que obligada por la norma no obstante se tuerce, incapaz de cumplir con la
prescripción institucional a la que obliga la ley, que acepta el desvío de
recursos públicos para hinchar el patrimonio personal, con la seguridad de que
las posibilidades de sanción son remotas.
Tal vez el punto de quiebre no se
dio en el marco de una república constitucional sino muchas décadas atrás,
durante el tiempo regido por las leyes y ordenanzas Reales del dominio colonial
de los monarcas españoles. Normas difíciles de vigilar, por tanto, de alta
proclividad de acatarse discrecionalmente. La discrecionalidad como puerta de
acceso a la corrupción y seguro de impunidad*. Pongamos como ejemplo la
institución de la Encomienda, establecida por los Reyes Católicos para
cristianizar, cuidar y proteger a los pueblos originarios, también para
congregarlos y tributar a la Real hacienda. A quienes les otorgaron los
derechos de la encomienda se les nombró encomenderos, se les encargó de que la
función “civilizatoria” se cumpliera en sus términos. Fue sólo teoría, en los
hechos el encomendero exigía su parte, desposeyendo y explotando a los
indígenas en el nombre del monarca, con poco tiempo para cristianizar. Cuidar y
proteger, propósitos no realizados, mero sueño aspiracional. La institución no
cumplió sus propósitos “humanistas” y se convirtió en fachada para la
expoliación.
De ahí la institución de la corrupción, su construcción social no
es una ética, tampoco una epidemia. Se requieren ingentes esfuerzos de
desintitucionalización en forma de sanciones efectivas para formar la
conciencia conforme a la práctica de la responsabilidad.
Lejos
está el país de esa realidad institucional, pues ya puede el Ejecutivo federal
proclamar las acciones del Estado mexicano para abatir la impunidad, mientras
una fracción del Congreso concede la impunidad. El caso de Emilio Lozoya
Austin.
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*Para
mi conjetura acerca del origen colonial de la corrupción en México he recurrido
a dos trabajos, el de Woodrow Borah -El
siglo de la depresión en Nueva España. Ediciones Era. México, 1982. p.p.
64-98- y el de Enrique Semo -Historia
del capitalismo en México. Los orígenes. 1521/1763. Ediciones Era. México, 1975. p.p. 60-99. Las
portadas que sirven de ilustración no corresponden a las ediciones consultadas.