jueves, 27 de abril de 2017

La institución originaria de la corrupción

“El mundo se repite sin fin y brinca de impaciencia sin moverse de sitio. La humanidad reitera imperturbable a lo largo del tiempo el mismo repertorio teatral.”
Auguste Blanqui

La indignación del presente frente a los actos delictivos de los funcionarios del Estado no recurre a la memoria. Como si se tratara de actos únicos, nuevos, excepcionales, nunca ocurridos hasta los gobernadores de ahora o del pasado inmediatísimo. Ya en el pasado existieron en México gobernadores que abusaron de su posición para amasar su riqueza personal. Emblemáticos, Gonzalo N. Santos en San Luis Potosí; Máximino Ávila Camacho en Puebla; Tomás Garrido Canabal en Tabasco, cuya estirpe ha gobernado en Chiapas y actualmente en Morelos; Miguel Alemán Valdés, el ícono de la corrupción, en Veracruz y en todo México. Todos ellos bajo el manto ideológico de la Revolución Mexicana, fueron sus frutos podridos. Los gobernadores de ahora, en absoluto expresión del pluripartidismo, siguen la tradición de embolsarse los recursos públicos, bajo el contexto de las reformas estructurales, son sus frutos podridos. Como los burócratas soviéticos, tras caer el telón de acero, a decir de Tzvetan Todorov: “Su conversión a la retórica democrática y a las prácticas de enriquecimiento personal fue instantánea”.

En México es más que una analogía. El ejercicio de altos cargos públicos y el enriquecimiento desproporcionado en relación con los salarios que perciben es norma no escrita. La fiscalización y la sanción ocurren, sí, pero como venganza política, como castigo a la deslealtad, nunca como imperativo de la ética de la responsabilidad. El caso es encontrar el momento histórico de la conciencia, que obligada por la norma no obstante se tuerce, incapaz de cumplir con la prescripción institucional a la que obliga la ley, que acepta el desvío de recursos públicos para hinchar el patrimonio personal, con la seguridad de que las posibilidades de sanción son remotas.

Tal vez el punto de quiebre no se dio en el marco de una república constitucional sino muchas décadas atrás, durante el tiempo regido por las leyes y ordenanzas Reales del dominio colonial de los monarcas españoles. Normas difíciles de vigilar, por tanto, de alta proclividad de acatarse discrecionalmente. La discrecionalidad como puerta de acceso a la corrupción y seguro de impunidad*. Pongamos como ejemplo la institución de la Encomienda, establecida por los Reyes Católicos para cristianizar, cuidar y proteger a los pueblos originarios, también para congregarlos y tributar a la Real hacienda. A quienes les otorgaron los derechos de la encomienda se les nombró encomenderos, se les encargó de que la función “civilizatoria” se cumpliera en sus términos. Fue sólo teoría, en los hechos el encomendero exigía su parte, desposeyendo y explotando a los indígenas en el nombre del monarca, con poco tiempo para cristianizar. Cuidar y proteger, propósitos no realizados, mero sueño aspiracional. La institución no cumplió sus propósitos “humanistas” y se convirtió en fachada para la expoliación.
De ahí la institución de la corrupción, su construcción social no es una ética, tampoco una epidemia. Se requieren ingentes esfuerzos de desintitucionalización en forma de sanciones efectivas para formar la conciencia conforme a la práctica de la responsabilidad.

Lejos está el país de esa realidad institucional, pues ya puede el Ejecutivo federal proclamar las acciones del Estado mexicano para abatir la impunidad, mientras una fracción del Congreso concede la impunidad. El caso de Emilio Lozoya Austin.
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*Para mi conjetura acerca del origen colonial de la corrupción en México he recurrido a dos trabajos, el de Woodrow Borah -El siglo de la depresión en Nueva España. Ediciones Era. México, 1982. p.p. 64-98- y el de Enrique Semo -Historia del capitalismo en México. Los orígenes. 1521/1763. Ediciones Era. México, 1975. p.p. 60-99. Las portadas que sirven de ilustración no corresponden a las ediciones consultadas.


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