Después de salir electo gobernador Gabino Cué en julio pasado, la pregunta que iba de boca en boca en la ciudad de Oaxaca se refería a cómo se podría aglutinar la suma de intereses contrapuestos que le dieron la victoria al hoy gobernador constitucional. La respuesta se venía insinuando desde las primeras semanas de gestión del gobierno aliancista, hasta que el martes 15 de febrero la respuesta no pudo ser más explosiva. Miles de profesores oaxaqueños salieron a las calles de la capital del estado a protestar en contra de Felipe Calderón, quien en esa mañana iniciaba una gira de trabajo. La confrontación entre la masa y las fuerzas del orden se apuró. Por lo sucedido sería fácil argumentar acerca de las alianzas electorales sin proyecto de gobierno. Decir, se los dije. Pero ese no es el punto.
Lo que queda en evidencia es una realidad que no se ha combatido pese a las intenciones de la reforma electoral del 2007. El odio se ha convertido en el animador de las contiendas electorales. No es algo nuevo, es un ingrediente motivacional hacia el electorado que ha descarrilado la locomotora de la transición democrática. Odio que tolerado en los medios se escuda en la libertad de expresión. Lo sucedido en Oaxaca es un producto acabado de hasta dónde nos puede llevar el uso del odio. Entendámonos, no es un resultado aislado, espontáneo y sin antecedente. Recordemos.
En el proceso electoral federal del año 2000, sacar al PRI de Los Pinos fue la consigna que no se procuró un programa de gobierno. Se trataba del odio acumulado en contra de las deficiencias de un régimen. Seis años después, el uso del odio se hizo presente para atacar la candidatura de quien era infamado como un peligro para México. En esa contienda el odio era orientado contra la coalición de izquierda (Ya sabemos los deficitarios resultados de los gobiernos surgidos de sendas campañas de odio, que han quedado enmarcados para la “celebridad” en las frases representativas de la irresponsabilidad: “Y yo porqué” junto con el “haiga sido como haiga sido”.
El deterioro institucional, el desanimo entre la población, parecen incontenibles. Sólo si nos damos cuenta de que con el odio no vamos hacia ningún lado como país que no sea el desastre. Entonces desde esta toma de conciencia nos pondremos en el inicio para retomar la democratización de México. Habrá que empezar desde el amplio espectro de las organizaciones de la sociedad, junto con los medios y los centros de educación, sin dejar a las organizaciones políticas que así lo decidan.
Lo que hemos visto en Oaxaca esta semana es la degradación que trae consigo el odio que alimenta las campañas electorales, de cuyo resultado no se aprecia un triunfo del pueblo, sólo engaños que esconden ambiciones personales en el nombre de la gente. Por muy liberal que se pretenda ser, el odio no puede quedar asimilado a la normalidad democrática. Una década es suficiente para aprender esta lección, a menos que se dé por inevitable la desintegración del Estado.