Inicia un nuevo año. El año viejo
mexicano se impregnó de la conversación política traspasando la frontera que
protege, resguarda y distingue a las élites. El primer año de gobierno de López
Obrador dejó la experiencia de una vida pública trepidante. Y los que faltan.
Una funcionaria, que fue de alto
nivel, hoy está bajo proceso en prisión. Un abogado perfectamente identificado
con la élite que salió del poder se encuentra en las mismas condiciones. Otro,
que fuera director de Pemex, se encuentra prófugo. Un ministro de la Corte se
separó del cargo para aclarar el origen de su fortuna amasada a su paso por
diversos cargos públicos. El regalo de un funcionario que fuera de la seguridad
de la docena trágica blanquiazul, apresado y sometido a juicio en los Estados
Unidos.
La conclusión de la negociación
del nuevo tratado comercial para América del Norte, en espera del refrendo de
los legisladores canadienses.
Una redistribución de recursos
públicos para comenzar un nuevo camino para reducir la pobreza, por un México
menos desigual. De sostenerse en el tiempo los resultados se podrán apreciar.
Política asumida bajo el triple reto de alto riesgo: someter la inflación, no disparar la deuda
del gobierno y sin recurrir a una reforma fiscal recaudatoria (solo ajustes).
Para entender esta serie de
fenómenos es insuficiente considerar que el presidente López Obrador sea el depositario
institucional del Poder Ejecutivo y del cúmulo de recursos asociados al
ejercicio de éste. Además, ha contado con alianzas legislativas para hacer
cambios específicos en la Constitución sin la envoltura propagandística de
llamarlas “reformas de gran calado”. Se ha ido construyendo una nueva relación
con el Poder Judicial para ampliar el horizonte de la justicia, dispuesto a
remover el corsé de la “justicia” que premiaba el privilegio.
Ah, la economía no creció, aquí,
en Alemania y en Italia. Ah, no se detuvo la violencia criminal ¿Alguien
esperaba que en un año se revirtiera? Sabido es el contubernio entre
autoridades y criminales acontecido en los últimos lustros. De principio se
tendrá que suprimir esa correlación para después juzgar.
En el
centro de estos y otros temas que siguen animando la conversación acalorada, en
el formato de periodicazos, tuitazos y, de manera incontinente, la avalancha de
noticias falsas, hay que destacar la praxis del obradorismo como una inflexión
en el péndulo para abandonar el semiciclo que oscureció lo público y exaltó lo
privado como la fórmula de la organización del Estado, para devolver a lo
público su importancia y prestigio perdido. Un término del griego antiguo
ilumina la pendulación en los actos e intenciones del actual gobierno:
liturgia.
“Liturgia significaba entonces ‘acción para el pueblo’, una obra, un
servicio en favor de la comunidad (la ciudad, el estado), un cargo, una
función, una incumbencia de carácter público.” *
Para el
caso que refiero, la liturgia se expresa en la divisa “hacer la vida pública
cada vez más pública”. Liturgia que tiene su hora todas las mañanas al
verificarse la conferencia de prensa desde el palacio nacional. En calidad de
oyentes potenciales o efectivos de la palabra del Ejecutivo, nos enteramos de
las actividades y programas del gobierno federal. Los medios tienen que
batallar para ofrecer un plus informativo. El boletín, el vocero de la
presidencia resultan superfluos. No menos importantes son las asambleas que el
presidente realiza en comunidades, pueblos y ciudades. La asamblea entendida
como una praxis de gobierno que afirma lazos ente gobernante y gobernados.
Este
desempeño que suele llamarse estilo personal de gobernar tiene ventura al menos
para lo que resta del gobierno. Mi deseo es que se logre hacer conciencia sobre
el ineludible trabajo para hacer de México un país con menos desigualdades, así
como asentar la convicción de que el servicio público dejó de ser un mecanismo para
amasar fortunas de quienes lo ejercen.
*Recojo la cita de la
colaboración de Domenico Mosso para el Diccionario Teológico
Interdisciplinar I-II. Ediciones Sígueme. Salamanca, 1985. P. 62.