“la capacidad de actuación
política de los Estados nacionales, que velan celosamente por una soberanía
vaciada desde hace tiempo, no basta para acabar con los mandatos de un sector
bancario inflado y disfuncional. Los Estados que no se asocian en unidades
supranacionales y que solo disponen de la herramienta de acuerdos
internacionales, fracasan frente al reto político de acoplar de nuevo este
sector a las necesidades de la economía real y reducirlo al criterio
funcional.”
Jürgen Habermas
Llegó el viernes 20 de enero y se
hizo la oscuridad. La vida de México quedó lacrada por un nombre: Donald Trump,
el presidente número 45 de los Estados Unidos. La puesta en acción de sus
medidas dirigidas en contra de México: desinversión de la industria automotriz,
repatriación de indocumentados y fiscalización de remesas de los mexicanos
establecidos en EUA. Son misiles en contra de un país que apenas alcanza
crecimiento económico, que está sacudido por la inseguridad.
Los
medios entraron en pánico conceptual, sin tener bien a bien las palabras
exactas que definan al sujeto que está agitando al mundo, no sólo a México. Haciendo
a un lado improperios que en nada ayudan a tener claridad y son un desahogo
inútil. Decir que Trump es populista* resulta un epíteto que poco informa pues
desde hace tiempo se ha convertido en un insulto socorrido en la disputa política,
tan ambiguo como hablar de populismo de derecha o de izquierda; que Trump es
demagogo no hay duda, el problema es exhibir el fondo y las consecuencias de su
demagogia; se dice de él que es nacionalista. Con la pena, el nacionalismo no
ha muerto; racista, esa sí es una calificación certera de Trump que lo hace
censurable, a él y a no pocos de quienes lo critican, aunque se muerdan la
lengua.
Hay una
palabra que le queda como traje a la medida al actual presidente
estadounidense: déspota. Durante toda su aparición pública como aspirante, candidato,
presidente electo y desde el inicio de su mandato, Trump ha demostrado su
disposición a no sujetarse a la ley, ni a respetar acuerdos. Aún antes de
asumir la investidura presidencial alteró de facto el Tratado de Libre Comercio
de América del Norte. Presionó a la industria automotriz de su país para
deshonrar su creencia en el libre mercado. Un gobernante dotado de civilidad,
de complexión democrática, tendría que empezar por tomar un acuerdo formal para
desmantelar el TLCAN. Trump se saltó las trancas y comenzó el retiro de la
inversión automotriz estadounidense en México. No sólo eso, amenazó a otras
empresas de aumentar la carga impositiva a la importación de sus unidades si no
invierten en Estados Unidos.
Es un
déspota y el Congreso norteamericano tiene que ponerle límites antes de que sea
demasiado tarde. Por su parte la comunidad internacional, no se diga México, se
ha tardado en articular una política de contención y denuncia de un gobernante
con las ínfulas de grandiosidad que amenaza la paz mundial siempre frágil. De
parte de México, sus representantes institucionales están obligados a salir de
la zona de pánico, hacer acopio de fortalezas internas y convocar a la
solidaridad internacional.
Cierto es
que todo gobernante quiere inversiones para su país, procura generar empleos
para sus gobernados, el asunto es el cómo. Desde hace tres décadas los Estados
Unidos -a través de sus máximos dirigentes políticos- han impulsado el llamado
Consenso de Washington con el propósito de extender el libre comercio, aún a
costa de la disminución de las soberanías estatales. Ahora resulta que Donald
Trump quiere desandar la ruta, el rumbo que su país hasta cierto punto consensó
e impuso, junto con Gran Bretaña. Ahora le dice al mundo que así no juega y
prefiere tomar los caminos del mercantilismo de los siglos XVI y XVII,
caracterizado por el proteccionismo económico. Una definición que pone en
predicamento los ingentes esfuerzos dispuestos para sostener el paradigma de la
globalización de la economía**. Y aquí que se veía como el gran logro de la
tecnocracia cambiar de paradigma.
Desde la
perspectiva política hay que entenderlo y difundirlo, Trump es un déspota.
Desde el plano de la economía estamos esperando la declaración de los Chicago
Boys.
*Acaso fue el Moisés bíblico el
primer populista y el Jesús de los evangelios la ampliación universal del
populismo mosaico. Será necesario empezar la nominación del populismo con los
jacobinos de la Revolución Francesa o nos atenemos con los jóvenes rusos del
siglo XIX que propugnaron por la ida al pueblo para redimir a los campesinos.
Los “narodniki”, el populismo original por su nombre que se levantó en contra
del régimen de los zares. O nos referimos al populismo que fue fructífero académicamente
para describir regímenes políticos latinoamericanos del siglo pasado. Por mi
parte evito con frecuencia la palabra.
** HABERMAS, JÜRGEN. En la espiral de la tecnocracia.
Editorial Trotta. Madrid, 2016. Aunque el planteamiento se centra en Europa,
arroja luz de lo que ocurre con la globalización económica. El mundo liberó los
intercambios comerciales en su mayor parte sin alterar mayormente el soporte
político del Estado nacional de los países dominantes que han logrado mantener
su soberanía intacta. El cambio no hizo el mejor de los esfuerzos por crear la
superestructura política acorde con la globalización, por ello, agazapado el
nacionalismo, ahora se abre de capa, amenaza y manotea desde la persona de
Trump.