Érase un país bajo el
(des)concierto de tres fuerzas políticas dominantes. La ideología, el proyecto,
habían quedado en un plano fuera de jerarquía, en una proyección más bien gris.
La lucha política por el poder quedó resuelta con la distribución de dineros
públicos, los provistos en la legislación de organizaciones políticas y los
adquiridos por el acceso a cargos públicos y el manejo de presupuesto
(Contratos, moches y todas las maneras posibles de hacer de la política no solo
una actividad remunerada, sino lucrativa)
El consenso entre las burocracias
de los partidos estaba bien aceitado. Sus defectos eran corregidos, un decir,
por el diseño de estructuras de poder no emanadas directamente del pueblo, sino
de las negociaciones entre los partidos. Los entes autónomos, los consejos ciudadanos
también, pese a vicios de origen, se escudaron en la “legitimidad” del experto.
Los defectos de los políticos quedaban subsanados con el virtuosismo del mérito
de los eminentes. Ello con una lógica perversa subyacente. Siendo la democracia
el gobierno menos malo, arrastraba el defectillo de elegir a los “incompetentes”,
seres incapaces de conducirse conforme a la ley. En esa lógica había que ingeniárselas
para convocar a los “competentes”, buenos para cualquier cosa menos para
granjearse el voto popular.
George Grosz, Los pilares de la sociedad (Óleo, 1926)
El país tenía resuelto el déficit
de capacidades asociado al ejercicio de la política como profesión,
construyendo espacios y disponiendo recursos para los que si sabían cómo
funcionaba la cosa pública y acotaban los excesos de los políticos, también un
decir.
En ese circo de dos pistas, la de
los políticos y la de los expertos, se fue creando un galimatías tecno-burocrático
en el que lo que se invocaba se alejaba. Así, la prosperidad era opacada por la
pobreza, la transparencia por la corrupción, la justicia por la impunidad, la
seguridad por la violencia criminal rampante, las políticas sociales por el
incremento de la desigualdad. El encanto de la democracia elitista se vino
abajo. La impunidad, la violencia criminal, las desigualdades sociales se
declararon irremontables por parte de los personeros del “establishment” . Eso
sí, los privilegios adquiridos por los políticos y los expertos se decretaron inclaudicables.
Así fue como un día de
elecciones, en ese país el pueblo cual niño terrible, hizo pedazos los arreglos
de la era llamada neoliberal. Se transformó la política como una actividad de
servicio público, lo que en un país moderno es normal ¿Por cuánto tiempo? La
próxima elección federal, todo el sexenio, uno más. Depende de que ese pueblo
refrende o niegue la continuidad.