El Senado remitió la minuta de la
ley general de transparencia a la Cámara de Diputados. De las cosas presumiblemente
buenas que dejó marzo. Como en el caso de la legislación anticorrupción, no ha
concluido el proceso, la publicación en el Diario Oficial señalará el final a
partir del cual entrarán en vigor las nuevas disposiciones.
En verdad, sendos proyectos no
han tenido la mejor discusión pública, esto es, no se vio un esmerado
intercambio entre la clase política y la sociedad civil que alimentará todos
los días el avance sobre estos temas. Los concesionarios de radio y televisión
no le abrieron el merecido espacio a la discusión. Peor todavía, el espacio de
comunicación política desde el día de hoy, domingo 6 de abril, queda acaparado por
las campañas electorales rumbo al 7 de junio próximo. No es visible un
compromiso de las fuerzas políticas por fortalecer el combate a la corrupción y
consolidar la transparencia gubernamental. Del lado del Ejecutivo federal no
se aprecia que la transparencia y rendición de cuentas formen parte de sus
prioridades y, por lo tanto, no le preocupa situarse como el líder de estos
asuntos. Es más, hay gente que desde la conseja atávica le recomienda al
presidente Peña Nieto hacer de la sucesión su principal tarea.
Si uno le echa un ojo al proyecto
de ley que se encuentra en el portal del IFAI –ignoro si es idéntico al que se
encuentra en el Congreso- se trata de una legislación aplicable a los tres
niveles de gobierno. Se incluyen nuevos sujetos de aplicabilidad como los
legisladores, los sindicatos, los fideicomisos. No obstante, en el terreno de
las sanciones se mantiene en el plano pecuniario y administrativo, nada grave
de qué preocuparse, una ley manejable a la manipulación de legalismos que
secularmente han suplantado el imperio de los fines de la ley. La exposición de
motivos no es robusta, sin recurrir al uso de datos y la descripción casos repetidos de la actuación
de las desviaciones en el servicio público. Tampoco se describe la vinculación de
esta ley con el conjunto del continente jurídico relacionado con el servicio y
los recursos públicos. Una isla más en el archipiélago legislativo, sin disposiciones
que obliguen a la coordinación intergubernamental y entre las dependencias,
promotoras de la actuación de oficio.
El problema en el fondo es
cultural, la aversión hacia la transparencia por parte de las autoridades es un
estilo de vida –dicho en términos de la antropología norteamericana- o una
forma de consciencia –si hacemos honor al joven Marx. La concepción del poder
como la entienden y la practican las autoridades las exime de responsabilidad,
no se sienten obligadas a rendir cuentas o pedírselas es una afrenta a su
persona y a su familia. Para la alta burocracia el abuso, desde el más nimio,
es una atribución del cargo. Si no, entonces para qué son autoridad. Es una
cultura que se extiende por toda la capilaridad burocrática, que permea. Por
esta actitud, pese a la ley, el principio del servicio público no es el de
profesionalidad sino el de lealtad. Antes que nada, la lealtad es obligada, el
mérito eficaz para acceder la pertenencia. Como realmente no se da una transformación
de la burocracia, la legalidad es intervenida por el legalismo de quienes se vuelven
en avezados operadores, los representantes del Estado.
Es emblemático de ese estilo o
forma de consciencia, de quienes ejercen el poder público en México, el caso de
David Korenfeld, director de la Comisión Nacional del Agua. Usar un helicóptero
de la dependencia para efectos vacacionales de su familia no le mereció al
susodicho ningún conflicto de responsabilidad, mucho menos relacionó su
práctica con la rendición de cuentas. Si no es por el vecino habilitado como “paparazzi”
que se dio cuenta, fotografió el hecho y lo difundió en las redes, la
transparencia -la legislación y los entes reguladores- se hubieran sometido al
rigor de la opacidad. El funcionario no hubiera aceptado como vergonzoso el
abuso “normal”, por eso recurrió al legalismo de depositar en la tesorería el
costo del servicio del que hizo mal uso. Hechos similares ocurren
cotidianamente dentro del servicio público, se han hecho consuetudinarios,
tanto que gobierno y sociedad terminan por aceptarlos como parte de la
normalidad.
Y así sucede porque ni siquiera
hemos imaginado que, expuesto en palabras de Friedrich Heer, el servicio
público “constituye un placer, en el buen sentido de la palabra, el procurar
bienestar a los demás. Es fácil imaginar lo que esto puede significar para la
moral del estado y para la moral tributaria de la población, si ésta es
atendida y protegida”
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