La competitividad, como un fin en
sí mismo, ha sido el caballo de batalla para desmantelar el mundo del trabajo
instituido por el Estado del bienestar. Tener empresas competitivas significa
comprimir los salarios, reducir el personal, extinguir las prestaciones y
abatir el empleo fijo con la utilización de empleo eventual y jornadas más allá
de lo que estipula la ley, que no genera compromisos del empleador y así, con
estos elementos, dar aspecto lúgubre a la existencia poslaboral.
Ése es el costo de la mentada
competitividad, la deshumanización de las condiciones de trabajo, que se acopla
con otra de las insignias de nuestro tiempo, la estabilidad macroeconómica, la
cual significa el desmantelamiento de la intervención económica del Estado.
Todo sea para que los mercados funcionen, generen riqueza y la distribuyan. Y
ya se ve de qué manera se ha hecho realidad esta pretensión: menos crecimiento,
más pobreza. No hay con qué para comer, bien y con calidad. El país ve
disminuida su capacidad de autoabastecerse.
El mundo del trabajo asalariado
pone a trabajar a toda la familia, incluso en condiciones de informalidad, nos
regresa a una condición tribal o característica de la unidad económica
campesina. No es común que la cabeza de familia sea la única proveedora de
ingreso. La conquista del pan lleva a no considerar a la cultura y la
educación, no hay tiempo, ni recursos, lo que sobra se canaliza al
entretenimiento, al circo. El trabajo está desligado de la formación de
ciudadanía, es parte de la degradación social que acompaña la búsqueda de
competitividad. Las condiciones maquinales del trabajo han recortado la vida
familiar, los padres pasan menos tiempos con sus hijos o hacen del centro de
trabajo una segunda familia, confundiendo la gimnasia con la magnesia. El rol educativo de los padres se evapora, no
hay continuidad entre el aprovechamiento que tienen los hijos en la escuela y
la labor de los padres en el seguimiento y apoyo de las obligaciones escolares.
Hogar, escuela y centro de
trabajo se hacen disfuncionales entre sí, no hacen un círculo virtuoso, ni son
el cimiento de una ciudadanía plena, juiciosa y libre de sus elecciones. No es
de extrañar que el dinero, conseguirlo a como dé lugar sea la instrucción guía
de los hijos o, en su defecto, encomendarse a Dios.
La cualidad de moderno con la que
se ha querido vestir a México a lo largo de su existencia independiente exhibe
sus limitaciones o tiene su desmentido en la sobreexplotación del trabajo, en
la desintegración familiar y en la baja calidad de la educación. La cacareada
competitividad y la estabilidad macroeconómica son promotoras del desastre actual.
Ni se vale subsumir la modernidad con la tecnología, sus “gadgets”, eso es
superficial.
Es a este país, en sus
condiciones de deterioro, al cual se le convoca a participar en las elecciones
del primero de julio próximo. Por eso es importante hacer una condensada
exposición del contexto en el que se realiza el proceso electoral. La
propaganda, las promesas, los partidos, los candidatos no se pueden abstraer de
la realidad. Es la oportunidad para plantear una constelación de derechos
distinta a la que impera por imposición, la oportunidad para pensar en las
generaciones que vienen y replantear la política económica.
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