lunes, 2 de abril de 2012

El debate de Estado




Desprendernos de la propaganda, de las promesas, de los dislates y todo lo que lleva consigo el tiempo en curso de campaña electoral. Tomar distancia y enfocar temáticas ineludibles que fortalezcan la viabilidad del Estado, independientemente de los candidatos y de los partidos. Es un ejercicio de opinión y desintoxicación para que la lucha por el poder no termine destruyendo al país.

Hablemos del orden de derechos que le pertenecen en común a los ciudadanos. Un orden que se reacomodó desde 1983 con una prioridad implícita y que con el tiempo se fue haciendo evidente, poner a los derechos de propiedad en la cúspide de un orden identificado con el libre mercado. Una centralidad que han asumido sucesivos gobiernos desde ese entonces, no sostenible por sí misma sin el apuntalamiento de los derechos político electorales y de libre expresión de las ideas.

El reacomodo está culminando su ciclo y el furor de los derechos de propiedad nos ha puesto en el siglo XIX. La protesta social ha iniciado con nuevos actores y medios, en consonancia con el tiempo de las telecomunicaciones, distinto al que se dio con la locomotora y el despegue industrial. No es suficiente el vigor de la democracia electoral y de libertad de prensa pues el derecho de propiedad ha lesionado severamente otros derechos:  a la alimentación,  educación,  salud y los relacionados al medio ambiente.

Postular que los derechos de propiedad son la prioridad ha tenido consecuencia directa en el achicamiento de los derechos agrarios, la propiedad social de ejidos y comunidades, en el encarecimiento de los bienes y servicios ofrecidos por el sector público (la industria paraestatal) la modificación del régimen de pensiones y el inconcluso proceso de destrucción del derecho laboral vigente todavía.

Poner al mercado como el ordenador de la vida nacional es un absurdo pues sus parámetros no son caseros, responden al proceso de globalización que no rinde cuentas al Estado Nación. Su dinámica depredadora produce y acumula riquezas a cambio de crear más desposeídos, precarizando el trabajo, sobreexplotando hasta su extinción los recursos naturales.

Se cumplen treinta años en la adopción del actual orden, que gracias a la arquitectura constitucional se ha podido desplegar no sin el efecto de hacerla inhabitable. La discusión no se entiende como una propuesta de aniquilación del derecho de propiedad sino su ajuste y armonización con el conjunto de derechos que nos asisten como mexicanos. No se puede mantener la convivencia cuando el derecho de propiedad exaltado arrastra tras de sí la corrupción y la delincuencia que son el gemelo malo de la propiedad privada.    Por ese camino se desvía y confina el servicio del Estado al de policía y constructor de albergues penitenciarios. Algo no marcha bien cuando se quieren solucionar las cosas robusteciendo las capacidades punitivas del Estado sobre las preventivas y formativas.

Una desorientación adicional del actual orden es el sobredimensionamiento de los “derechos religiosos”. Un terreno tan subjetivo, tan personal y que ya está garantizado adquiere un lugar cercano al fundamentalismo. En México las creencias religiosas ni están a debate, ni están impugnadas, el problema es convertirlas en bandera como lo hace la Iglesia católica, de ahí al fundamentalismo, la intolerancia y el terrorismo ya no hay distancia. Baste mirar a las repúblicas islámicas para ser más cautelosos. Se puede discutir filosóficamente la creación del mundo por la mano de Dios, pero a las iglesias las creó el hombre, son una creación social. Dios nunca dijo hágase la Iglesia.

Un debate de Estado no es a destiempo, aunque en su momento no lo haya estimado Miguel De la Madrid, pero sí Jorge Carpizo, que en paz descansan.


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