Desprendernos de la propaganda,
de las promesas, de los dislates y todo lo que lleva consigo el tiempo en curso
de campaña electoral. Tomar distancia y enfocar temáticas ineludibles que
fortalezcan la viabilidad del Estado, independientemente de los candidatos y de
los partidos. Es un ejercicio de opinión y desintoxicación para que la lucha
por el poder no termine destruyendo al país.
Hablemos del orden de derechos
que le pertenecen en común a los ciudadanos. Un orden que se reacomodó desde
1983 con una prioridad implícita y que con el tiempo se fue haciendo evidente,
poner a los derechos de propiedad en la cúspide de un orden identificado con el
libre mercado. Una centralidad que han asumido sucesivos gobiernos desde ese
entonces, no sostenible por sí misma sin el apuntalamiento de los derechos
político electorales y de libre expresión de las ideas.
El reacomodo está culminando su
ciclo y el furor de los derechos de propiedad nos ha puesto en el siglo XIX. La
protesta social ha iniciado con nuevos actores y medios, en consonancia con el
tiempo de las telecomunicaciones, distinto al que se dio con la locomotora y el
despegue industrial. No es suficiente el vigor de la democracia electoral y de
libertad de prensa pues el derecho de propiedad ha lesionado severamente otros
derechos: a la alimentación, educación,
salud y los relacionados al medio ambiente.
Postular que los derechos de
propiedad son la prioridad ha tenido consecuencia directa en el achicamiento de
los derechos agrarios, la propiedad social de ejidos y comunidades, en el
encarecimiento de los bienes y servicios ofrecidos por el sector público (la
industria paraestatal) la modificación del régimen de pensiones y el inconcluso
proceso de destrucción del derecho laboral vigente todavía.
Poner al mercado como el
ordenador de la vida nacional es un absurdo pues sus parámetros no son caseros,
responden al proceso de globalización que no rinde cuentas al Estado Nación. Su
dinámica depredadora produce y acumula riquezas a cambio de crear más
desposeídos, precarizando el trabajo, sobreexplotando hasta su extinción los
recursos naturales.
Se cumplen treinta años en la
adopción del actual orden, que gracias a la arquitectura constitucional se ha
podido desplegar no sin el efecto de hacerla inhabitable. La discusión no se
entiende como una propuesta de aniquilación del derecho de propiedad sino su
ajuste y armonización con el conjunto de derechos que nos asisten como
mexicanos. No se puede mantener la convivencia cuando el derecho de propiedad
exaltado arrastra tras de sí la corrupción y la delincuencia que son el gemelo
malo de la propiedad privada. Por ese
camino se desvía y confina el servicio del Estado al de policía y constructor
de albergues penitenciarios. Algo no marcha bien cuando se quieren solucionar
las cosas robusteciendo las capacidades punitivas del Estado sobre las
preventivas y formativas.
Una
desorientación adicional del actual orden es el sobredimensionamiento de los “derechos
religiosos”. Un terreno tan subjetivo, tan personal y que ya está garantizado
adquiere un lugar cercano al fundamentalismo. En México las creencias
religiosas ni están a debate, ni están impugnadas, el problema es convertirlas
en bandera como lo hace la Iglesia católica, de ahí al fundamentalismo, la
intolerancia y el terrorismo ya no hay distancia. Baste mirar a las repúblicas
islámicas para ser más cautelosos. Se puede discutir filosóficamente la
creación del mundo por la mano de Dios, pero a las iglesias las creó el hombre,
son una creación social. Dios nunca dijo hágase la Iglesia.
Un debate de Estado no es a
destiempo, aunque en su momento no lo haya estimado Miguel De la Madrid, pero
sí Jorge Carpizo, que en paz descansan.
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