A Felipe Calderón se le olvida que llegó en muletas al día de su toma de protesta como presidente de la república, no con apoyo del voto claro, contundente e inobjetable de los mexicanos. Todos sabemos que desde la embajada de los Estados Unidos, el corporativismo magisterial y la obsecuencia de algunos gobernadores del PRI, Calderón alcanzó dudosamente la posición que actualmente ostenta con torpeza. Su trapaza hizo que México viviera, y no ha dejado de seguir viviéndolos, días aciagos.
En la primera semana de octubre de 2006 no se tenía la declaratoria de presidente electo. Fue después, en ése mes, que el Poder Judicial le otorgó esa condición. No era suficiente, el descontento no se desactivó. Sin una legitimidad acreditada, cosa que no ha logrado hasta ahora Calderón, recurrió a las fracciones parlamentarias del PRI en ambas Cámaras del Congreso para rendir protesta como presidente constitucional. Así, con la muleta derecha del Poder Judicial y la muleta izquierda de los legisladores priístas, el primero de diciembre de 2006 se rindió la protesta de ley.
Cinco años después, Felipe Calderón tienta al destino y le prende fuego a sus muletas salvadoras sin advertir la deplorable minusvalía en la que queda. Es una irresponsabilidad lanzarse en contra de quienes le dieron auxilio y le han permitido darle un piso de estabilidad política a su ejercicio predatorio del poder. Tiene razón el Consejo de la Judicatura de la Federación cuando, a través de su vocero, señala que la actitud rijosamente mediática de Calderón pone en riesgo la estabilidad nacional. No es una exageración, atizar la confrontación entre poderes no es el método indicado en los momentos delicados por los que atraviesa el país, en los que el crimen organizado y la disputa por alcanzar alguna de las distintas candidaturas que se rifan en los partidos toman creciente efervescencia. Y eso que no se agrega la declaratoria de recesión económica, pues es sólo una posibilidad del futuro inmediato.
Bajo los signos de un escenario de catástrofe, la serenidad tiene que imperar sobre la temeridad aconsejada por el enojo. No subirse al ring y mejor hacer limpieza de la arena, de todo el territorio que abarca la administración pública federal. No echar en saco roto la convocatoria que amablemente le hace el Poder Judicial.
No es fácil decidir a río revuelto, ni se puede modificar lo previsible, la historia de un sexenio que será recordado por la explosión del crimen y la concomitante debacle de la seguridad.
Mucho me temo que el no escuchar es un reflejo condicionado de la actual administración que le impide atender voces sensatas que no bordan en los extremos. Voces que no abrevan en el escándalo, así sea el que promueve la sucesión presidencial. Voces que tienen un sentido de lo que es el Estado democrático. Pero no es así. Ya desde Mérida Felipe Calderón anuncia que quiere concluir a tambor batiente. Esto es, con aire triunfal o tocando el tambor como en los albores del sexenio.
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