La ceremonia de clausura y de apertura de cursos del sistema educativo militar del pasado día 12 de septiembre, presidida por el presidente Calderón, fue ocasión para reiterar el combate a la delincuencia. Una convocatoria hecha ante una audiencia que lleva sobre sus espaldas, por instrucciones de su comandante supremo, el combate al narcotráfico. Sería alrededor del mediodía. Para ese entonces, la respuesta provocadora del crimen organizado se había consumado o estaba en marcha.
Después de la siete de la noche se daría con el paradero de veinticuatro cuerpos, de hombres ejecutados, de entre 25 y 35 años de edad. En un bosque colindante con el parque nacional de La Marquesa, cerca de donde entronca la autopista y el camino libre a Toluca, donde está la desviación a Chalma. A treinta kilómetros, más menos, de la residencia presidencial de Los Pinos. No es una casualidad, es un desafío más, una demostración de que la guerra entre las bandas de narcotraficantes está por encima de las estrategias gubernamentales.
Hasta ahora, el gobierno no se ha hecho las preguntas que lo lleven a dilucidar el arraigo que ha adquirido el crimen organizado dentro de las instituciones de seguridad y el mercado, así como de poblados. No ha entendido que una cultura consumista que alegremente se pavonea por todos los medios y un mercado dominado por unas cuantas familias se contrasta con la pobreza y el desempleo.
En medio de ese contraste, la delincuencia organizada es un atajo brutal para quienes marginados del modelo están dispuestos a conquistarlo para su satisfacción. No importa que se acorten sus vidas, menos les apura la ilegalidad. Felipe Calderón es de Michoacán y debería tener claro que es lo que pasa. La narcoeconomía corrompe autoridades y seduce habitantes. No se combate sólo con mayor presupuesto en seguridad sino en educación, con más empleos y mejores salarios. Pero ese tipo de combate no se lo imaginan en el gobierno. Eso es populismo y por tanto no tiene cabida en las decisiones gubernamentales del partido en el poder.
Con este país arribamos a una celebración de la casi bicentenaria Independencia de México. Con una plaza de la Constitución fragmentada por barricadas que vacían el significado original de los símbolos patrios, sin tránsito libre, dando rodeos. Ejemplo de una sociedad dividida, que no encuentra en sus actuales liderazgos quien sea capaz de reconciliar. Por el contrario, parecen estar en una única aptitud, la de polarizar.
Mientras tanto, estremece la cifra de veinticuatro muertos en una cuenta que se hace interminable. Veinticuatro muertos que dan pie a una investigación policial, distante del contenido económico y social que ha desatado el baño de sangre. Tal vez algún día, mucho años después, alguien retomará la corta vida de estos asesinados y los recobre en un audiovisual o en una narración. Entonces tal vez sepamos realmente quiénes fueron, lo cual ya interesará a muy pocos.
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