Retomando la alegoría, donde se
da una rotura es dable una compostura. Siguiendo lo mencionado al pie en la
anterior entrega, de nuevo me hago eco de lo que versa Scholem acerca del
rabino Luria. A las vasijas que han reventado le sigue la restitución, el ticún, en el que se pone énfasis a la
acción del hombre asumiendo la carga de la responsabilidad del hacer, Dios deja
obrar y el Mesías es un símbolo, no un hacedor. Sin duda un pensamiento
revolucionario para su tiempo, sin atenerse a la comodidad de la mano invisible
que postularía siglos después la economía política.
Pero también hay que retomar la
dinámica de los cambios no como coyuntura sino como tiempo largo (Braudel). Es
una creencia sin sustento difundida por la propaganda oficial el hecho de que
cambiar leyes transforma la realidad de cabo a rabo, como si operara un soplo
taumatúrgico. A lo más y dentro de lo posible, la ley reproduce lo que ya está
en la realidad, modificándola hasta cierto punto y en el tiempo. La parte más
difícil que viene es el proceso de conversión de la ley en praxis.
Las Leyes de Reforma del siglo
XIX fundaron al Estado laico, su afirmación llevó tiempo, incluso ya en el
porfiriato la Iglesia tenía la seguridad de haber anulado dichas leyes a las
que consideraba leños quemados. La gente seguía dando fe de nacimientos y
defunciones al cura que tenía más cercano. Todavía en el siglo XX la costumbre
se imponía. Ni el conflicto abierto por Plutarco Elías Calles en 1926 fue
suficiente, fue más eficaz la creación de un partido de Estado (PNR) y todo el
conjunto de políticas que se dispusieron en lo agrario, educativo y laboral.
Con la idea de Emilio Portes Gil y la ejecutividad de Lázaro Cárdenas el
laicismo se hizo efectivo pilar del Estado. Además, el Estado construyó una
base social para acabar con la autoridad dual
Iglesia-Estado. Historia de la que no quiere ni acordarse el neopriísmo
tecnocrático y mochila.
En el nivel de las consecuencias
de cualquier curso transformador, las Leyes de Reforma aquí mencionadas también
ilustran al respecto: la afectación de la propiedad de las comunidades
indígenas, un régimen fuera del esquema liberal que para los reformadores no
tenía razón de ser. Lo que vino después fue la explosión de una revolución
social agraria que finalmente logró ser conducida con la Constitución de 1917,
también lo ya mencionado: el partido de la revolución y su menú de políticas
sociales.
En las últimas décadas el
reformismo liberal cobró auge y ha tenido persistencia, concluyendo con un
serial de reformas en la administración de Peña Nieto. Pero este reformismo, a
diferencia del decimonónico, no está en el eje de discusión Iglesia-Estado. La
discusión central del liberalismo de hogaño se da sobre el reacomodo de
influencias entre el mercado y el Estado.
Han sido reformas de ruptura y
vendrán reformas de compostura, si nos da tiempo y en la medida de la
viabilidad como país. Para ello se tendrá que abrir una política sin opacidad,
ni impunidad, de una gestión empresarial sin abusos, ni depredación. Lo más
importante, que la agente asuma sus responsabilidades, que no se deje al
abandono al que la confina la élite por considerar lo irremediable, la vida si
carácter digno en la que está postrada la mayoría de la gente.
Pero estamos en el presente
mexicano de campañas políticas, en el marco de una democracia electoral, de
contaduría y administración. Lo dejo para la próxima y aquí concluyo una visión
de la complejidad del cambio que nos escamotea la propaganda.
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