Es obligado, los hechos
sangrientos, criminales, en los que interviene el aparato público como
victimario (Ejército, policía) producen indignación y reclamo de justicia.
Hasta dónde se puede llegar cuando las estructuras gubernamentales están al
servicio de grupos delincuenciales. Hasta dónde se puede llegar cuando el
gobierno federal –desde hace décadas- sólo tiene ojos y oídos para lo más
granado del empresariado mexicano, ofreciendo un servicio enfocado a proteger a
grandes grupos empresariales.
La celebración de once reformas
estructurales, útiles para obtener galardón de estadista o de ministro de
finanzas del año, según sea el caso, de parte de organismos de los cuales
ignoramos todo, resultan una burla involuntaria hacia quienes no tienen acceso
a la justicia o respecto de una economía que no prende.
Y como diría el clásico, a revisar
lo que falló.
Las grandes reformas no fueron
acompañadas de una gran transformación de los tres niveles de gobierno, para
así convertirlos en conductores ejecutivos de las reformas. Los gobiernos
continuaron con sus rutinas de responsabilidad discrecional, es un eufemismo
para no mencionar el desaseo normativo, la complicidad y la corrupción. Literalmente
no se ha sabido qué hacer con la función pública, tapadera de apetitos
privados, por más que se le cambie de nombre y lugar como entidad “responsable”
o se expidan o agreguen leyes respecto a su control. Papeles y papeleo que lejos
de mejorar el servicio público ocultan las atrocidades cometidas a su amparo.
Pero volvamos a la materia
hemática, a la sangre derramada por instancias oficiales, hechos de los cuales
hasta ahora no se tiene explicación con verdad. Tlatlaya e Iguala son parte de
una cadena formada por algunas autoridades y el crimen organizado. Cadena que
en un pasado ya remoto no alcanzaba la visibilidad de los medios, pero ya
existía. Desde Miguel de la Madrid en los ochenta del XX, los Estados Unidos se
encargaron de otorgarle visibilidad hasta convertirlo en material mediático de
primera necesidad.
Iguala y Tlatlaya son parte de
esa cadena, un mensaje macabro de sus emisores que exige no romper la cadena
pues a ella están ligados individuos del aparato federal, de gobiernos
estatales y municipales. Pues sólo así se entiende que un patrullaje militar en
función de policía haya decidido ajusticiar a 22 jóvenes. Cuando digo
ajusticiar me refiero a sustituir a la justicia, adelantarse a su curso legal
en lugar de llevarlos ante ella; el caso de Iguala es paralelo y va más lejos,
la policía es ordenada de masacrar una manifestación de estudiantes que no ofrecía
mayor complicación ¿Con qué fin? Evidenciar los alcances de la cadena que
involucra a autoridades de gobierno.
Ante esta realidad las reformas
están en entredicho, inhabilitando el discurso encrático de las reformas,
basado en la promoción de inversiones que operen un nuevo milagro económico,
básicamente intimidatorio de otras alternativas, omiso respecto a las
insuficiencias institucionales de los tres niveles de gobierno.
Así hemos llegado a las puertas del infierno.
Para este artículo he aprovechado
con gusto la lectura de Roland Barthes, El
susurro del lenguaje, Paidós, 2012.
De la paz cultural: “Así pues,
parece ser que lo que persiguen todas las clases sociales no es la posesión de
la cultura (tanto para conservarla como para adquirirla), pues la cultura está
ahí, por todas partes y pertenece a todo el mundo, sino la unidad de los
lenguajes, la coincidencia de la palabra y la escucha” p.136.
Encrático, neologismo pedante: “El
discurso encrático … no es tan sólo de la clase que está en el poder; las
clases que están fuera del poder o que luchan por conquistarlo por vías
reformistas o promocionales pueden apropiárselo, o al menos recibirlo con pleno
consentimiento” p. 154; “En las sociedades actuales, la más sencilla de las
divisiones de los lenguajes se basa en su relación con el Poder. Hay lenguajes
que se enuncian, se desenvuelven, se dibujan a la luz (o a la sombra) del
Poder, de sus múltiples aparatos estatales, institucionales ideológicos; yo los
llamaría lenguajes o discursos encráticos” p. 161; “El lenguaje encrático es
vago, difuso, aparentemente ‘natural’ y, por tanto, difícilmente perceptible:
es el lenguaje de la cultura de masas (prensa, radio y televisión), y también,
en cierto sentido, el lenguaje de la conversación, de la opinión común (de la
doxa)” p.161.
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