martes, 14 de octubre de 2014

Fiesta reformadora ensangrentada

Es obligado, los hechos sangrientos, criminales, en los que interviene el aparato público como victimario (Ejército, policía) producen indignación y reclamo de justicia. Hasta dónde se puede llegar cuando las estructuras gubernamentales están al servicio de grupos delincuenciales. Hasta dónde se puede llegar cuando el gobierno federal –desde hace décadas- sólo tiene ojos y oídos para lo más granado del empresariado mexicano, ofreciendo un servicio enfocado a proteger a grandes grupos empresariales.

La celebración de once reformas estructurales, útiles para obtener galardón de estadista o de ministro de finanzas del año, según sea el caso, de parte de organismos de los cuales ignoramos todo, resultan una burla involuntaria hacia quienes no tienen acceso a la justicia o respecto de una economía que no prende.

Y como diría el clásico, a revisar lo que falló.

Las grandes reformas no fueron acompañadas de una gran transformación de los tres niveles de gobierno, para así convertirlos en conductores ejecutivos de las reformas. Los gobiernos continuaron con sus rutinas de responsabilidad discrecional, es un eufemismo para no mencionar el desaseo normativo, la complicidad y la corrupción. Literalmente no se ha sabido qué hacer con la función pública, tapadera de apetitos privados, por más que se le cambie de nombre y lugar como entidad “responsable” o se expidan o agreguen leyes respecto a su control. Papeles y papeleo que lejos de mejorar el servicio público ocultan las atrocidades cometidas a su amparo.

Pero volvamos a la materia hemática, a la sangre derramada por instancias oficiales, hechos de los cuales hasta ahora no se tiene explicación con verdad. Tlatlaya e Iguala son parte de una cadena formada por algunas autoridades y el crimen organizado. Cadena que en un pasado ya remoto no alcanzaba la visibilidad de los medios, pero ya existía. Desde Miguel de la Madrid en los ochenta del XX, los Estados Unidos se encargaron de otorgarle visibilidad hasta convertirlo en material mediático de primera necesidad.

Iguala y Tlatlaya son parte de esa cadena, un mensaje macabro de sus emisores que exige no romper la cadena pues a ella están ligados individuos del aparato federal, de gobiernos estatales y municipales. Pues sólo así se entiende que un patrullaje militar en función de policía haya decidido ajusticiar a 22 jóvenes. Cuando digo ajusticiar me refiero a sustituir a la justicia, adelantarse a su curso legal en lugar de llevarlos ante ella; el caso de Iguala es paralelo y va más lejos, la policía es ordenada de masacrar una manifestación de estudiantes que no ofrecía mayor complicación ¿Con qué fin? Evidenciar los alcances de la cadena que involucra a autoridades de gobierno.

Ante esta realidad las reformas están en entredicho, inhabilitando el discurso encrático de las reformas, basado en la promoción de inversiones que operen un nuevo milagro económico, básicamente intimidatorio de otras alternativas, omiso respecto a las insuficiencias institucionales de los tres niveles de gobierno.

 Así hemos llegado a las puertas del infierno.




Para este artículo he aprovechado con gusto la lectura de Roland Barthes, El susurro del lenguaje, Paidós, 2012.

De la paz cultural: “Así pues, parece ser que lo que persiguen todas las clases sociales no es la posesión de la cultura (tanto para conservarla como para adquirirla), pues la cultura está ahí, por todas partes y pertenece a todo el mundo, sino la unidad de los lenguajes, la coincidencia de la palabra y la escucha” p.136.

Encrático, neologismo pedante: “El discurso encrático … no es tan sólo de la clase que está en el poder; las clases que están fuera del poder o que luchan por conquistarlo por vías reformistas o promocionales pueden apropiárselo, o al menos recibirlo con pleno consentimiento” p. 154; “En las sociedades actuales, la más sencilla de las divisiones de los lenguajes se basa en su relación con el Poder. Hay lenguajes que se enuncian, se desenvuelven, se dibujan a la luz (o a la sombra) del Poder, de sus múltiples aparatos estatales, institucionales ideológicos; yo los llamaría lenguajes o discursos encráticos” p. 161; “El lenguaje encrático es vago, difuso, aparentemente ‘natural’ y, por tanto, difícilmente perceptible: es el lenguaje de la cultura de masas (prensa, radio y televisión), y también, en cierto sentido, el lenguaje de la conversación, de la opinión común (de la doxa)” p.161.


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