El pobre desempeño del
crecimiento económico informado por las autoridades financieras, recién la
semana que concluyó, ha modificado a la baja las expectativas del crecimiento
para este año. Un verdadero balde de agua sucia sobre un gobierno que quiere
transformar a México. Digo sucia porque empaña como con suciedad el buen ánimo
reformista. No me refiero al balde de agua fría porque en estos momentos sería
muy refrescante.
El asunto es por qué persistir en
un modelo económico que alienta la codicia y es prácticamente ingobernable. Un
modelo de quienes sus beneficiarios son pocos y esos pocos han adquirido un
poder que empequeñece a los poderes públicos.
Lo económico no lo es todo, por
ello se ensayan las reformas políticas. Una tras otra, sin encontrar la fórmula
definitiva. Lo que se logra siempre se hace menos con lo que falta. Será que
falta, sí, una reforma de los políticos, quienes instalados en su zona de
confort evitan por sistema un contacto real con la sociedad, salvo si se trata
de una puesta en escena para sugerir que la gente sí les interesa.
Así vamos, entre una economía que
se autodestruye mientras considera la depresión de los salarios y el desempleo
como la vía más cómoda al enriquecimiento. Y no se diga de los banqueros,
castigan a sus acreditados y a sus ahorradores.
La política no se queda atrás. La
democracia no hace mejores gobiernos, ni ofrece mayor seguridad mientras los
políticos dispuestos en el servicio público no hagan lo que la ley les obliga.
Esta falta de empatía de las
élites hacia la gente está creando un creciente desafecto hacia las normas
establecidas en general. Ser abusivo es lo de hoy. Hay una separación, que
quiere ser abismo, entre lo que dictan las empresas y los líderes políticos
respecto de lo que demanda la mayoría de la gente, entre otras cosas, que la
aplicación de la ley no sea selectiva, es decir, que no haya privilegios. Un
sector de la sociedad, los asalariados, ya sean empleados, obreros, demandan
castigar la conducción “patanesca” de sus jefes. Jefes que no ven la diferencia
entre conducir y dar órdenes.
Hay malestar social y no se
remite exclusivamente a los que se manifiestan en la vía pública, hacen
plantones, toman carreteras o forman grupos de autodefensa. Se trata de un
malestar social que cotidianamente se expresa en el mal humor, la
irritabilidad, la conflictividad, o, en las antípodas, la invisibilidad de los
semejantes, al grado de no pedir o ceder el paso, se camina o se maneja como
burro sin mecate. Es ya una mórbida normalidad.
Para los empresarios y para los
políticos, ése malestar social no pasa de ser un berrinche, en consecuencia, no
hay que reparar en ello, ni considerarlo malestar social. Para ellos la gente
sólo existe cuando consume, aplaude o vota. Incluso el problema de las
adicciones a la alza, no es enfocado como expresión del malestar social, es más
bien cuestión relacionada con el código penal o la salud pública. Cuando el uso
excesivo y sin ritual de los placebos duros, drogas y alcohol, son recursos
para “estar bien” porque se tiene previamente un malestar en relación a la
convivencia social.
La anomia existente, elevada, es
el costo de persistir en un modelo económico depredador acompañado de un
manipulable Estado de derecho.
Y cómo es que las élites pueden
mantenerse en esa pertinaz disposición. Simplemente no salen a la calle, no
salen al campo, sólo se trasportan, evitan caminar y se desenvuelven en
espacios controlados, no tienen contacto con la banqueta ni con la tierra en la que se encuentra el resto de los mortales.
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