El reto de cualquier proceso
reformador, que se proponga moldear la realidad de un Estado por un ciclo mínimo de tres décadas, es
encontrar el punto que hace converger a un haz de reformas. No es reformar
porque sí, sino con una visión del país integrado en sus órdenes sociales. El
ciclo anterior –iniciado por Carlos salinas de Gortari- centrado en la
competitividad por la vía del libre comercio ya dio de sí, los resultados los
tenemos a la vista: división social con encono. No se trata de formar una
realidad sin diferencias, homogénea. Más bien se trata de un orden donde las
diferencias no deriven en una descalificación de unos sobre otros, en minorías
que concentran privilegios y masas que se confinan a la marginación.
Cuál es el punto desde el que se
puede iniciar un proceso reformador que construya una voluntad general sobre
las parcialidades. Aunque no lo expresa directamente en relación con las
reformas, Ricardo Raphael es enfático: la prioridad es atacar las
desigualdades. Ahí está la guía para articular un nuevo ciclo de reformas, que
convenza a la población y no se remita a un regateo entre poderes fácticos y
fuerzas políticas. Si quienes quieren hacer reformas demuestran que las
desigualdades sociales disminuirán, el respaldo de amplios sectores de la
sociedad es posible. Digo posible porque, a fin de cuentas, lo que promete una
reforma no siempre se cumple, por el contrario, parece distanciarse de sus
propósito (Ejemplo, la Ley Agraria)
Si se quiere adoptar esta modesta
proposición de abatir las desigualdades sociales el orden de las reformas sí
importa. El deterioro incontenible de la inseguridad obliga a platearse una
reforma de los cuerpos de seguridad – el aparato policíaco- bajo el supuesto de
que la delincuencia prolifera allí donde la desigualdad ya se hizo presente por
la falla previa del Estado de derecho y por la inequitativa distribución de la
riqueza, donde delinquir resulta atractivo.
Una segunda reforma ampliamente
anunciada se apunta hacia el combate a la corrupción y al fortalecimiento de la
transparencia. Aquí se está ante la oportunidad de reducir la desigualdad por
la vía de los recursos públicos bien aplicados, que no se desvían por la
cañería de la corrupción.
Una tercera reforma, siempre
solicitada y siempre parchada, es la fiscal para que redistribuya la carga de
los impuestos, de tal modo que se pague más según sean los ingresos crecientes,
de personas físicas y morales. Para contar con el erario que le dé calidad al
aparato y los servicios públicos –educación y salud- que contribuyen a la
formación de ciudadanía, precisamente la que requiere un régimen democrático.
Si no se crean estos cimientos
para el proceso reformador cualquier otra reforma, la energética y la laboral,
sólo profundizarán la descomposición social producida por la desigualdad ídem.
De tal o cual diseño depende el
éxito de la futura administración que inicia su ejercicio a partir del primero
de diciembre de 2012. Las presiones del gobierno entrante no son menores y ya
se verá si las decisiones están a la altura para no ceder ante las presiones.
Se opta por el cambio incluyente o por la continuidad calderonista, el desastre.
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