Si queremos que el país salga
bien librado del proceso electoral en curso. Si verdaderamente queremos darle
un giro a la vida nacional por un sendero de esperanza y certidumbre. Partidos
y presidenciables deben tener precisión de dónde estamos parados.
Primero entender que la
descomposición social rampante, que tiene su expresión indigerible en la
violencia y en la muerte generada a partir del escalamiento del combate al
crimen organizado por parte del actual gobierno, es parte inseparable de un
proceso de goblalización que no enraizó como un impulso propio y que terminó
siendo conducido por los Estados Unidos. Desde 1995, las decisiones de la
política mexicana tuvieron un férreo corsé en decisiones tomadas en Washington
(el rescate financiero que facilitó Bill Clinton para salir del error de
diciembre) El carácter de aliados que configuraba la puesta en marcha del
Tratado de Libre Comercio para América del Norte en 1994, se trasformó
implacablemente en subordinación sin adjetivos. Todo lo que se hiciera aquí
tenía que tener el referente de made in USA (el cambio de horario, por ejemplo)
La liberalización entendida como
revisión y condena de las instituciones creadas al amparo de la revolución
mexicana, a las que puntualmente se ha ofrecido el Partido Acción Nacional y
los tecnócratas desde la plataforma del PRI con Ernesto Zedillo a la cabeza. La
minimización de la propiedad mexicana de los bancos, su extranjerización. La “descelebración”
del calendario cívico por la adopción de los fines de semana largos. La
partidocracia como remedo de la democracia. Una serie de decisiones económicas,
políticas y simbólicas, dieron forma a un estilo de vida individualista
centrado en el dinero, en las posibilidades más del consumismo que del ahorro.
La puntilla de ese proceso la
representa la “guerra” contra el narcotráfico. Se inició mal, pues el
presidente Calderón primero se debió de comprometer a los Estados Unidos a la
reducción del consumo de enervantes en su propio país y a sellar la frontera para
evitar el ingreso de armas a México. Sin esos compromisos el comercio ilícito
de drogas se hizo más atractivo a la par que violento. Y eso me parece lo
sabían perfectamente en Washington, su experiencia en la desestabilización de
países es la base de mi presunción.
De manera analógica tengo el caso
de la desintegración de la antigua Yugoeslavia, cómo se cuenta la historia de
una guerra interétnica promovida por la voluntad maléfica de Slodoban Milosevic,
quien por cierto fue apresado para ser enjuiciado por la Corte Penal
Internacional en La Haya, murió antes de darse un veredicto y no fue
beneficiado por el debido proceso. Una narración de la cual Occidente sólo dio
una versión del genocidio sin incluir las muertes provocadas por los bombardeos
de la OTAN, una versión que nunca consideró incluir que el proyecto de
Milosevic no iba más allá de recomponer la antigua Yugoeslavia en su arreglo
autogestionario del capitalismo de Estado. Ése fue su pecado. De lo que se trataba era de no dejar vestigio
de una forma estatal distinta a la del Estado mínimo, orientada al uso de la
coerción para hacer valer la “ley del mercado” y que hoy se impone a escala
global.
Lo que vivimos en México con
horror es resultado del quebrantamiento de las certidumbres de todo un pueblo,
la guerra contra el narco es sólo una puesta en escena que confluye al
propósito deliberado de descomposición social, en cuya trama todos los caminos
conducen a Washington.
Este es el primer punto, denme la
oportunidad de contarles el complemento en la próxima entrega.
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