Es común a las campañas
electorales el ruido que producen los contendientes. Se trata de hacer
inaudible el mensaje de los adversarios. El mensaje generalmente no es recogido
en sus partes para ser integrado, las propuestas tratan de dar gusto a casi
todos, se adopta el giro que la audiencia específica demanda, a los empresarios
lo de los empresarios, a los trabajadores lo de los trabajadores, a los jóvenes
y mujeres también. Y así, al son que les toquen bailan. Las diferencias
ideológicas se diluyen pues el asunto se dirime entre los salvadores y los
malvados. Lo único constante es el eje sobre el cual se monta el discurso, la
arenga, el “proyecto”. Los mismos políticos se han encargado de devaluar las
identidades partidistas. Sin pruritos de por medio, una mañana pueden amanecer
defendiendo una opción, al mediodía cambiar por otra, sin que ello represente
alguna conmoción de su conciencia, mucho menos una sanción. El cambio de
posición partidaria se lleva bien con el cinismo. La ocasión hace a las
banderas.
Esta falta de rigor, de
consecuencia más bien, hace que los discursos pretendan ser llegadores aunque
carezcan de sustancia. Si es el Partido Acción Nacional, su guía es infundir
miedo en los electores. Si de la coalición de izquierda se trata, el tema
articulador es el amor ¿Alguien le preguntará a López Obrador cuáles son sus
lecturas amorosas en la que basa su república? En cambio, la alianza que apoya
a Peña Nieto se centra en el Estado eficaz, lo que de ello quiera o pueda
entenderse. El caso es que durante el año electoral en curso la estridencia y
el denuesto harán lo necesario para minimizar la mesura y la serenidad.
Lo que no harán los candidatos es
una exposición clara sobre sus intereses personales y los intereses terrenales
de sus apoyos, de los grupos dentro de las fuerzas políticas y
extrapartidarias, de lo compromisos no enlistados en las plataformas
respectivas. Los intereses quedan en el subsuelo o resguardo de la luz del día.
Los arreglos de los cuales nos enteraremos años después de iniciada la próxima
administración. Esta lamentable condición será reforzada por el fortalecimiento
de los poderes fácticos que se ha venido desplegado en las últimas décadas y
que son un auténtico regreso al siglo xix. Los intereses nacionales hace tiempo
que la globalización los pulverizó, al grado de carecerse un proyecto
industrial o de subordinar la seguridad a los dictados de los Estados Unidos,
por ejemplo. Los intereses de la ciudadanía que se resumen en el reclamo de
seguridad y justicia para todos –en su significación extensa y diversa- tampoco
merecen tomarse en serio. Si acaso, son el chacoteo de las campañas, su toque
“populista”.
Son los intereses de los menos
los que mantienen al país en la postración y de esos poco se hablará.
En medio de este páramo se
despierta el México bronco de todos tan temido, evidenciando palmariamente el
fracaso de nuestras élites. No es un paréntesis de horror que en el más
guadalupano de los días, el 12 de diciembre, se difunde la noticia de dos
muertos en la autopista del Sol, que comunica al Puerto de Acapulco con la
ciudad de México, en el camino atraviesa Chilpancingo, Guerrero. Una toma de la
vía federal por parte de estudiantes normalistas rurales. Rodeados por policías
municipales, estatales y federales, abren fuego en contra de ellos sin saber
cuál de las corporaciones o quién hizo los disparos. Bajo otras circunstancias
de las ya conocidas y recurrentes en este sexenio, Gabriel Echeverría de Jesús
y Jorge Alexis Herrera, se suman a la lista de asesinados en la espiral de
violencia que vive el país. Ese es el México ensangrentado en el que discurrirá
el año electoral y no parece preocupar demasiado a la autoridad federal que
sólo cuando mueren los suyos clama la ayuda celestial y pronuncia encendidos
discursos. Tampoco conmueve a un gobernador que si tuviera vergüenza debería
renunciar o pedir licencia para no ser obstáculo en la investigación de hechos.
Son los intereses que ciegan y no
dejan ver la realidad.
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