martes, 3 de mayo de 2011

El ocaso del Estado, otra vez



No me refiero a tal o cual Estado nación. La alusión va dirigida al Estado mexicano. El proceso de su evanescencia parece irreversible. Son varios los puntos de la dilatada curva hacia el ocaso. Para ser breve me detendré en la destrucción del Estado laico, que entre dos sucesos quedó registrada y no terminamos de pagar las consecuencias.

Como Estado, México logró diferenciarse por establecer una clara distinción entre el poder civil y religioso, entre los poderes constitucionalmente instituidos y la pluralidad de las creencias religiosas. Esa autonomía del Estado respecto de las iglesias se desmoronó.

En el inicio de la destrucción, la primera visita de Karol Wojtyla a nuestro país en el año de 1979, siendo el polaco representante mayor del estado Vaticano (organicidad estatal que no tiene ciudadanos y carece de costumbres democráticas, donde la secrecía impera y la transparencia no tiene lugar) y líder de la grey católica en todo el mundo. Durante ese periplo, por donde pasaba en ese entonces ya Papa Juan Pablo II, la multitud católica lo seguía para vitorearlo. Lo que parecía una actitud de civilizada tolerancia de parte de la autoridad mexicana, fue el inicio de la abierta flagrancia a la legislación, sin ocultamientos y con la anuencia del gobierno mexicano. El estado Vaticano venía en plan de reconquista espiritual, como si en algún momento México hubiera dejado de ser un país mayoritariamente católico.

Lo que vino después fue el restablecimiento de las relaciones diplomáticas con el estado Vaticano, su reconocimiento como estado. Después se modificó la legislación en materia de cultos para dar personalidad jurídica a las asociaciones religiosas, es decir iglesias, es decir la iglesia católica. De entonces en adelante, la presencia del clero católico, más allá de los templos, se fue haciendo recurrente en la prensa y en los medios en general, que reproducían sus pronunciamientos. La alta jerarquía eclesiástica, constreñida a convivir con los ricachones, superó tal estrechez, pues fue convidada con mayor asiduidad a las ceremonias de Estado y a eventos de políticos encumbrados. Entretenidos con la llegada de la alternancia política se nos fue el Estado laico. Vicente Fox se reconoció súbdito del estado Vaticano. Se dieron las declaratorias de beatos, mártires y la canonización de Juan Diago. Santo que hoy habita un templo que padece el desierto de la ausencia de fieles. El sucesor de Fox ha reafirmado esa condición de sumisión. La Constitución, la ley, no tienen valor, su validez es nulificada de facto por la máxima autoridad.

El domingo primero de mayo de 2011, el presidente Felipe Calderón, fue al Vaticano a renovar la sumisión con la que se rinde, a través de la fe, a otro Estado. Cierre de la demolición del Estado laico.

Lo que ha ocurrido en 32 años es prácticamente la disolución de un Estado donde la autoridad no sólo está ahora rendida a un estado religioso, también a la potencia de los Estados Unidos a quien le ha encargado el diseño de la seguridad. Los grandes empresarios se imponen con regularidad al gobernante, cuando hay disputa entre empresarios la autoridad no actúa como árbitro. La delincuencia es una forma de vida extendida que disputa adhesión social y territorio a la misma autoridad.

Qué hemos conseguido los mexicanos con tener relaciones diplomáticas con el Vaticano, qué nos ha dado el reconocimiento jurídico de las iglesias: ¿Elevación de la vida espiritual? ¿Mejor convivencia entre mexicanos? ¿Imperio de la ley? Lo que tenemos es un Estado que sólo se sostiene de la inercia institucional de lo que alguna vez fue. Lo que ha hecho la iglesia es negarse al cumplimiento de la ley. Dicha conducta no es de ahora pues la iglesia se considera un orden por encima del Estado. Lo peor es que ahora es la autoridad encargada de hacerle cumplir la ley quien consiente su flagrancia, peor aún, es la autoridad la que gustosamente rompe el orden jurídico. Lo que nos trajo el nuevo entendimiento con el Vaticano es la desolación que hoy vive el país.

Tres milenios sin entender la máxima cristiana: “al César lo que es del César, a Dios lo que es de Dios”.

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