El viernes no sólo se trató de una efeméride y de un cambio de personas en la conducción del instituto político fundado en 1929. Metió de lleno a los priístas en su deliberación interna para definir candidato presidencial.
Antes de ponerle bigote o copete al candidato del Partido Revolucionario Institucional, con pasos firmes, tiene que hacer un examen de lo ha sido su relación con los gobiernos panistas desde su experiencia opositora. Es un examen complejo que no puede ser animado por reflejos autoritarios y afán vengativo. Un examen que no sólo atañe a la cúpula, ni de cara exclusiva hacia la emotiva militancia, sino que tiene que hacerse extensivo a la ciudadanía, al elector. La contienda del 2012 no será fácil, pues enfrentarán todos los recursos de Estado y la infaltable operación de los poderes fácticos que se aprovechan del debilitamiento de la autoridad del Estado.
Previamente, en un esfuerzo autocrítico tiene que aclarar cómo diluyendo, clausurando el Estado del Bienestar, el PRI perdió base de su legitimidad a cambio de vivir bajo un esquema de competencia electoral más creíble (Cómo se regocijaban los panistas por la transformación priísta contraria a su identidad, afirmando los del PAN que su programa había sido adoptado por el PRI) Hacer un balance de qué parte del reformismo de fin de siglo fue un avance para la sociedad mexicana y hasta dónde ha significado retroceso en la calidad de vida de muchos, en comparación con el fantástico progreso material de una minoría. Contribuyendo al orden neoliberal que ha conducido al establecimiento, en el momento actual, del Estado Policíaco que ahora se impone como justificación del combate al crimen organizado por parte del PAN-gobierno. Si el Estado del Bienestar no pudo más, eso no es argumento para instaurar el Estado Policía del siglo XIX.
Regresando al punto central, al interés de acciones del pasado reciente y no debidamente iluminadas. Reitero que es definitorio para proponerse como alternativa ante el electorado, poner en claro el resultado de una decisión, la de facilitar la toma de protesta de Felipe Calderón como presidente de México el primero de diciembre de 2006. Desde el PRI se ha justificado que el propósito de allanar la formalidad de la protesta de Felipe Calderón fue el de evitar una ruptura del orden constitucional. De ser así, a la luz de la gestión de Calderón, hasta dónde se puede asegurar que ese propósito quedó cumplido de manera permanente. No se puede. Desde que se asumió como presidente, Calderón no tardó mucho para ser el promotor de la ruptura al ordenar, sin el mejor sustento legal, la salida del Ejército a las calles. De ahí en adelante ha forzado la legalidad para sacar sus propósitos de grupo, que no son precisamente los de la nación. Acaso se quiere justificar con el manido ejercicio de las facultades metaconstitucionales de la presidencia, eufemismo para hacer digerible la ilegalidad.
De qué cálculo o arreglo se sirvió el PRI - sus máximos representantes- para mantener un trato con quien no respeta su palabra, tampoco la ley y, además, no deja de mostrar su inquina y desprecio por sus adversarios, acusándolos de todos los males del país.
Un esclarecimiento de ese tamaño sería tan refrescante como la lluvia que envolvió a la ciudad de México el fin de semana. El principio de una vocación de poder para servir a las mayorías.
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