jueves, 7 de octubre de 2010

Medirse



Como ningún otro, quien se ostente como jefe de Estado, está obligado a medir el alcance de sus palabras. Sentimientos de filias o fobias expresados públicamente sin ameritada justificación es atentar contra el de por sí frágil equilibrio del que pende la posibilidad de los acuerdos políticos. El jefe de Estado no es un “twitero”, comentarista de la prensa en la “web” o un opinador más. Lo que de su boca salga, que las más de las veces es ignorado por la mayoría de la gente, pero basta con que un fraseo dé en contra de algún grupo (sea este político, empresarial, gremial) con mínima organización e influencia dentro de la sociedad, para que lo dicho resulte una provocación y desencadene hechos lamentables de oscura maquinación.


No es Felipe Calderón la persona indicada para darle vida a la división del país que provocó su campaña por la Presidencia y que llevó a su enrarecida toma de protesta como presidente en el año 2006. División que, por cierto, no ha sido sublimada con toneladas de publicidad oficial, ni con la “guerra” en contra del narcotráfico. El país sigue dividido en buena parte porque se toman decisiones que basculan desde el poder a la sociedad y nos confrontan como mexicanos. Qué caso tiene poner a circular la estigmatización de López Obrador como “un peligro para México”, peor todavía, calificar a los seguidores de AMLO de “fanáticos”.


Calderón tiene la edad suficiente como para tener fresco en la memoria, si bien su resentimiento de derecha derrotada en la historia escrita lo ciega, cómo el año de 1994, dada la desgraciada división del entonces grupo gobernante, se creó la atmosfera de provocación sobre la que se deslizó el asesinato de un candidato a la Presidencia, de Luis Donaldo Colosio Murrieta. Por eso Felipe Calderón no puede hablar como un ciudadano más. Con qué cara saldrá a responder Calderón si otro “asesino solitario” atenta contra la integridad física de López Obrador o si le sucede algo a Enrique Peña Nieto o a otro personaje del candelero político nacional. No habrá cantaleta que valga (Y que lo tenga presente, después del 23 de marzo de 1994 ya nada fue igual para Carlos Salinas de Gortari, ni para Manuel Camacho Solís)


Si por su propia voluntad ha decidido convertirse en el gran elector de la sucesión presidencial, abdicando de sus responsabilidades de gobernante, es mejor que se allane de esa ubicación. Que con seriedad el presidente Calderón inicie el inventario de sus logros y reconozca la autoría de sus fracasos, estos últimos lo más notorio de su gestión. El país vale más que cualquier trucado prestigio de una sola persona. Pero no nos extrañemos, esa es una desviación del presidencialismo mexicano.


Para cerrar, no deja de inquietar la idea de que el desorden presente sea importado a México e inducido por una potencia. Esa potencia que se ensañó en el Cono Sur y actualmente lo hace en países islámicos.


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