Como cada año, las páginas de los diarios se despliegan para informar de un lamentable suceso del pasado, también lo hacen los medios electrónicos. Lo hacen como la mayoría de esos medios no lo hizo en el momento de la noticia. Se repite la frase: 2 de octubre no se olvida. Miles de ciudadanos vuelven a salir a la calle para condenar la represión del movimiento estudiantil de 1968. Se exponen de nuevo las hipótesis del complot norteamericano a través de la CIA, del complot soviético a través de la KGB. Se comenta el contexto de sucesión presidencial como motor oculto de la protesta estudiantil.
Estas versiones que coinciden en exhibir a estudiantes politécnicos y universitarios manipulados por fuerzas extrañas, manipulación supuesta que los hace marionetas, totalmente inconscientes de su propia movilización. Y vuelve la retahíla del 68 y su efecto purificador sobre la vida política nacional. Sin el 68 México no sería democrático. Ah! Y qué más.
Se pierde la verdad simple. Los jóvenes que se preparaban en los centros de educación superior, salieron a protestar contra un régimen de libertades restringido, al grado de que la protesta social se enfrentaba desde el gobierno con la aplicación del código penal. Por eso para el régimen era normalidad legal reprimir la movilización social. La posrevolución había entrado en una dinámica represiva una década antes de 1968 y la prosiguió con la guerra sucia después de ese año.
Lo que dejó el 68 fue una serie de acciones gubernamentales y reformas que en cierta manera pretendieron superar el trauma del 68. De 1970 a 1982 el régimen buscó a través del gasto público responder al descontento social sin modificar de fondo las prácticas autoritarias. Después se dieron reformas de liberalización económica y política.
Hasta ahora, todo ese reformismo, incluyendo la novedad del gobierno dividido (1997) y la alternancia del Ejecutivo federal (2000), ha sido insuficiente. La desigualdad social y la impunidad siguen siendo el rostro desagradable del cuerpo nacional. En México no se vive mejor. Masas de jóvenes no tienen empleo, ni van a la escuela. Miles emigran porque el país sencillamente no los puede cobijar en el presente y su futuro es incierto en el suelo que los vio nacer. Miles se integran a la economía informal. Cientos se incorporan a las actividades delictivas. No se tiene un régimen renovado. Todavía peor, se ha vuelto moneda común hablar de un Estado fallido. El Estado ha perdido el monopolio de la violencia que hoy le disputa el crimen organizado.
Cuarenta años después, México no está mejor. La visión del 68 como parteaguas no queda bien parada en un sentido positivo frente al desastre actual. Se sigue cocinando la misma noticia del pasado atribuyéndole beneficios que buena parte de la población y del territorio no alcanza. Al final de la jornada se erige una fecha cívica más, celebratoria del dolor y carente de alegría, como lo han sido las fechas conmemorativas que integran el calendario patrio.
De manera grotesca, el pasado se encarga de secuestrar el futuro.
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