El 5 de febrero, aniversario de las Constituciones de 1857 y 1917, puede ser la fecha de un nuevo inicio de sexenio. La estrategia de los cien días no se soportó en la realidad y el presidente Calderón tuvo que dar un giro a su actuación. Pasados los dos meses de su gestión Felipe Calderón, al parecer, se ha dado cuenta que no puede sostenerse en la liza mediática sin tender puentes, por lo pronto hacia los demás Poderes.
De su lucha contra la delincuencia organizada, una decisión bien recibida, la estrategia de los cien días se quebró con el error de enero que golpeó la economía familiar de millones de mexicanos al dispararse el precio de la tortilla. Posteriormente, el periplo Presidencial por Europa dejó un sabor foxiano en el ánimo de la clase política en su conjunto. Si el Presidente hubiera tomado el cuidado de seguir la Constitución habría salido mejor librado de su viaje. Es el Presidente de México, no un vendedor, ni un magnate. En el mundo de los negocios no se encuentran sus pares.
Llegó el 5 de febrero, un día frío y nublado, no apto para pasiones encendidas, sí para reflexiones largamente meditadas, con la total despreocupación mediática de la celebración, decepcionando a quienes quieren anuncios espectaculares a la vieja usanza. Una celebración en dos actos en el escenario del Palacio Nacional. Primero, un compromiso entre Poderes y representantes de las entidades federativas para ratificar, bajo rúbrica, los principios que contiene la norma constitucional. Hecho insuficientemente destacado en los medios.
El segundo acto, ante un público más amplio sin dejar de ser restringido, como una reivindicación del historicismo inherente a la investidura presidencial. Una mirada al pasado que forjó las Constituciones celebradas. Destaca, en relación a las alocuciones presidenciales hechas con anterioridad, la expresión “orientación social”. Es un guiño del presidente Calderón, ojalá que sea el inicio para despojarse del lastre de oportunismo y conservadurismo, que hace más pesada la conducción del timón.
En ese segundo acto se hizo la convocatoria presidencial a renovar la Constitución, a privilegiar el acuerdo por sobre las diferencias. No se presentaron líneas generales de esa renovación, quizás porque la horma ideológica del Presidente no encaja dentro de la Constitución. Seguro que a Felipe Calderón le gustaría renovar los capítulos económicos del artículo 26 al 28 de la Constitución. O el referente a las relaciones exteriores. O el 24, como se lo ha rogado la jerarquía eclesiástica. Para que eso ocurra tiene que plantearlo, que se quiere una Constitución hacia la derecha. Aunque a estas alturas le gustaría distanciarse de El Yunque o de su ferviente apoyador José María Aznar.
Ahora se puede dar cuenta Calderón que para reformar la Constitución no se requiere estar precisamente en la Presidencia de la república. Las reformas al 27 y al 130 así lo consignan, se trató de una alianza entre el salinismo, que tenía amarrados los votos del PRI en el Congreso, y la cúpula panista. De esas reformas también habrá que reparar en sus resultados.
Del 27 no tenemos ese gran flujo de inversiones al campo que se esperó, pero sí se dio una no prevista migración masiva a los Estados Unidos de ejidatarios y sus familiares, la seguridad en la tenencia de la tierra los alentó y ahora las remesas son un componente importante del ingreso nacional. De la normalización de las relaciones con la Iglesia no se ha obtenido un enriquecimiento de valores. Por el contrario, la brecha entre credo y práctica se amplía. Hoy tenemos una ciudadanía con disposición más pendenciera que cívica, familias más fracturadas. Y, para completar, un actor más en nuestra convulsionada vida política.
Se lleve acabo o no el propósito de renovar la Constitución, el imperativo es actuar a su amparo, no como se desempeñó Vicente Fox. Respetarla, no darle la vuelta, como Ernesto Zedillo. Estando del lado de la Constitución la conducción del gobierno será más llevadera. Ahí está el juramento de la protesta como Presidente de Felipe Calderón.
De su lucha contra la delincuencia organizada, una decisión bien recibida, la estrategia de los cien días se quebró con el error de enero que golpeó la economía familiar de millones de mexicanos al dispararse el precio de la tortilla. Posteriormente, el periplo Presidencial por Europa dejó un sabor foxiano en el ánimo de la clase política en su conjunto. Si el Presidente hubiera tomado el cuidado de seguir la Constitución habría salido mejor librado de su viaje. Es el Presidente de México, no un vendedor, ni un magnate. En el mundo de los negocios no se encuentran sus pares.
Llegó el 5 de febrero, un día frío y nublado, no apto para pasiones encendidas, sí para reflexiones largamente meditadas, con la total despreocupación mediática de la celebración, decepcionando a quienes quieren anuncios espectaculares a la vieja usanza. Una celebración en dos actos en el escenario del Palacio Nacional. Primero, un compromiso entre Poderes y representantes de las entidades federativas para ratificar, bajo rúbrica, los principios que contiene la norma constitucional. Hecho insuficientemente destacado en los medios.
El segundo acto, ante un público más amplio sin dejar de ser restringido, como una reivindicación del historicismo inherente a la investidura presidencial. Una mirada al pasado que forjó las Constituciones celebradas. Destaca, en relación a las alocuciones presidenciales hechas con anterioridad, la expresión “orientación social”. Es un guiño del presidente Calderón, ojalá que sea el inicio para despojarse del lastre de oportunismo y conservadurismo, que hace más pesada la conducción del timón.
En ese segundo acto se hizo la convocatoria presidencial a renovar la Constitución, a privilegiar el acuerdo por sobre las diferencias. No se presentaron líneas generales de esa renovación, quizás porque la horma ideológica del Presidente no encaja dentro de la Constitución. Seguro que a Felipe Calderón le gustaría renovar los capítulos económicos del artículo 26 al 28 de la Constitución. O el referente a las relaciones exteriores. O el 24, como se lo ha rogado la jerarquía eclesiástica. Para que eso ocurra tiene que plantearlo, que se quiere una Constitución hacia la derecha. Aunque a estas alturas le gustaría distanciarse de El Yunque o de su ferviente apoyador José María Aznar.
Ahora se puede dar cuenta Calderón que para reformar la Constitución no se requiere estar precisamente en la Presidencia de la república. Las reformas al 27 y al 130 así lo consignan, se trató de una alianza entre el salinismo, que tenía amarrados los votos del PRI en el Congreso, y la cúpula panista. De esas reformas también habrá que reparar en sus resultados.
Del 27 no tenemos ese gran flujo de inversiones al campo que se esperó, pero sí se dio una no prevista migración masiva a los Estados Unidos de ejidatarios y sus familiares, la seguridad en la tenencia de la tierra los alentó y ahora las remesas son un componente importante del ingreso nacional. De la normalización de las relaciones con la Iglesia no se ha obtenido un enriquecimiento de valores. Por el contrario, la brecha entre credo y práctica se amplía. Hoy tenemos una ciudadanía con disposición más pendenciera que cívica, familias más fracturadas. Y, para completar, un actor más en nuestra convulsionada vida política.
Se lleve acabo o no el propósito de renovar la Constitución, el imperativo es actuar a su amparo, no como se desempeñó Vicente Fox. Respetarla, no darle la vuelta, como Ernesto Zedillo. Estando del lado de la Constitución la conducción del gobierno será más llevadera. Ahí está el juramento de la protesta como Presidente de Felipe Calderón.
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