La semana en curso ha sido
invadida por un spin: darle cerrojazo a la investigación sobre los normalistas
asesinados y desaparecidos de la Normal Isidro Burgos de Ayotzinapa. Una acción
que parece desesperada con el propósito de que el 24 de septiembre, día de la
reunión entre el presidente Enrique Peña Nieto y los padres de los normalistas,
no se lleve a cabo porque, dicen, se trata de una emboscada para derrumbar al
inquilino de Los Pinos.
Quien tiene instituciones sólidas
está a salvo de emboscadas y firme en su mandato. Pero si las instituciones no
son fuertes, entonces el temor no tiene lugar por la eventual reunión. La cosa
cambia y el problema de fondo es el desastre institucional que se vive en zonas
del país afectadas por la delincuencia. Todavía no quiero pensar que se trata
de un estado de descomposición generalizado en todo el país.
No sé quién las inventó, o de dónde
las copiaron, ni desde cuando operan las terminales de emergencia y seguridad.
Se les llama C4: Centro de Control, Comando, Comunicación y Cómputo. Todo un
sistema, infraestructura y supongo que logística, “coordinado” para atender
llamados de emergencia (066) y denuncias anónimas (089) que supuestamente
comunica a las policías municipales, con la estatal, la federal y la Sedena.
Idealmente se propone como una operación conjunta para atender catástrofes y
evitar desgracias. Lo cierto es que el sistema C4 fue totalmente inútil para
evitar los tristes acontecimientos de la noche de Iguala (26-09-2014), por el
contrario, colaboró para darle efectividad al ataque que sufrieron los
normalistas. Las policías municipales, de Iguala y Cocula, actuaron fuera de
sistema del cual son parte responsable, utilizando la infraestructura y la
logística del mismo.
Mientras, los entes en
coordinación –policía estatal, federal, más la Sedena- no hicieron acciones
decisivas para evitar el crimen. El C4 colapsó desde adentro y con ello se
demostró la debilidad de las instituciones frente a los grupos delincuenciales,
con mayor capacidad para actuar coordinadamente.
Es una conclusión aterradora no
atendida con la prioridad que se merece y el Presidente debería encarar esta
situación y de ello está obligado a informar no sólo a los padres de los
desaparecidos, sino a todos los mexicanos.
¿Cuántos C4 se encuentran
corrompidos en el país? ¿De qué sirven los recursos y el presupuesto destinado
a combatir la delincuencia que se reparten en los tres niveles de gobierno? Es
tal el desorden, no desde ésta administración, al grado de no tener certeza, al
menos no me queda claro, de quién coordina el combate a la delincuencia
organizada: la Procuraduría General de la República a través de la SEIDO, Gobernación
a través de la Comisión Nacional de Seguridad y la Policía Federal, o es el
Ejército, acaso la Marina.
Más allá de las declaraciones,
los buenos deseos, la llamada innovación representada por los C4 ya multicitados.
La dificultad principal para combatir al crimen organizado es limitarse a
ponerlo exclusivamente en el plano de la ley. Se deja de lado su rostro de
actividad económica altamente lucrativa, capaz de corromper autoridades y de
ser aceptada e integrarse al conjunto de la economía por intermediación de
otros agentes, de tipo financiero o del negocio que sea.
Pero mientras el gobierno no
aborde estos temas, vaya a fondo y empiece a develar la red de complicidades,
la culpa por los sucesos de Iguala la seguirá compartiendo el presidente Peña
Nieto, preparando su propia emboscada y caída tan temida.
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