Cuesta trabajo hacer conclusiones
con el acceso a la información instantánea. Por ejemplo, soy renuente a
considerar al Dr. Mireles un luchador social. El que se haya enemistado con el
gobierno, sin conocer la causa de fondo, me genera suspicacia ¿Qué pasó en esa
ruptura?
Así, en todo el capítulo de la
inseguridad que nos agobia, las cifras oficiales que indican su disminución no
alteran mi estado de alerta, pues la percepción se fortalece cuando los
enfrentamientos entre bandas delictivas dejan ejecutados en su disputa
(Uruapan), cuando a través de videos un delincuente hace ostentación de
impunidad, como para preguntarse ¿De quién aprendió Servando Gómez? Pues no
muestra improvisación, sino cálculo y dominio sobre su entorno. Conoce a todos
y todos lo conocen a él.
El mensaje “tranquilizador” se
desmorona cuando uno ve la manera en cómo un diputado federal, Gabriel Gómez
Michel, del partido en el gobierno, es secuestrado para horas después ser
eliminado junto a su acompañante. Ahora sí, en el PRI claman porque se haga
justicia. Acaso sólo el crimen de alto impacto, así le dicen, merece el
beneficio de la justicia.
Pero lo que ha terminado por
destrozar el esfuerzo de “comunicación” gubernamental, su estrategia de baja
exposición de los hechos delictivos, es la divulgación periodística sobre la
ejecución de veintidós jóvenes, ocurrida el 30 de junio en el municipio de
Tlatlaya, estado de México, a manos del Ejército. Más de dos meses después,
cuando en un principio la autoridad ocultó la verdad de lo sucedido asimilando
como una justa reacción a un ataque, el caso ha tomado el giro que pone contra
la pared a los soldados.
Tampoco las autoridades locales
ayudan mucho. Entre el 26 y 27 de septiembre, estudiantes de la Normal de
Ayotzinapa, en el estado de Guerrero, fueron reprimidos en Iguala por la
policía, con un saldo de seis muertos, 25 heridos y más de cincuenta
desaparecidos. Lo que habla de una policía sin capacidad de someter, pero sí de
aniquilar.
Por más que se diga que las cosas
van mejor nadie lo cree. Lo preocupante hasta la exasperación, por esta
visibilidad mediática de la inseguridad, es el fondo de falta de justicia que
hay en todos estos hechos. La promesa de procurar justicia, de empezar desde
cero, caiga quien caiga o hasta topar con pared, lo que ocurra primero. Y lo
peor, la sensación de futilidad del Estado. Un anarquista no lo habría logrado
también.
Desde el gobierno sólo se quiere
minimizar y, a cambio, el mito del “Nuevo México”, cargado de un lenguaje
semiótico, de señales y poses, a través de los cuales se repiten obscenamente
las palabras inversión, inversionistas, reforma, transformación. Cuántas veces
se ha esmerado en la justicia la propaganda oficial. O díganme si no, cuántos
discursos memorables, de elaborado empeño semántico de esta y las últimas
administraciones, se pueden contar ¡Uhm! ¿?
En este universo de afirmaciones
y gestos, se acabaron los principios, pues se considera que con la “actitud” es
suficiente. Con ello se arrasa el orden si la actitud no se soporta en sólidos
principios, entre ellos, el de la justicia, que languidece difuminada y sin
certeza, sin poderse abrir paso en medio de la inseguridad.
Cuando la
animalidad de comunicar a través de señales se impone sobre la civilidad del
discurso eso quiere decir que la
barbarie está tocando a la puerta.
Para forzar el manejo
interpretativo de este artículo, remito a Giorgio Agamben en la glosa que hace
a la obra de Émile Benveniste y Claude Lévi-Strauss, en su ensayo Infancia e historia.
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