Estamos en un debate resuelto en
el siglo XIX, el de la separación de la Iglesia del Estado y hasta parece
ocioso hablar de ello. Es una realidad que la Iglesia Romana se ha medito en la
agenda nacional y se soslaya el consenso de que las cuestiones de fe son de
índole privado. No sólo eso, en México no existe discriminación oficial por
pertenecer a tal o cual inclinación religiosa. Hete aquí que la visita de
Joseph Ratzinger a Guanajuato, México, movió a los candidatos presidenciales a
hacer acto de presencia en un evento multitudinario. Si tenían interés en
contactar al Jefe de la Iglesia hubieran solicitado un encuentro privado y ya.
Tengo la sospecha de que no los movió la atracción del voto de los católicos,
que en México no se da en bloque, sino el de salir en la foto, aparecer en la
televisión, hacer campaña durante la veda. La imagen también es mensaje.
Después de todo, la disputa por la presidencia se dará principalmente en los
medios electrónicos (los partidos como modelo de comunicación están rebasados)
No sé ustedes, pero a mí la visita de Benedicto
XVI a El Bajío dejó la imagen de un Sumo Pontífice ensimismado, levitando, sin
contacto emocionado con la congregación católica más grande de habla hispana.
El Vicario de Jesucristo, “quien tiene las veces de Cristo en la Tierra”, se
vio derrotado. Cargar una historia milenaria no es fácil, sobre todo cuando esa
historia se construyó con una escala de valores, de valores universales, es
decir que no son monopolio o exclusividad de religión o iglesia, que ha sido
puesta en entredicho por la jerarquía eclesiástica.
El pregonar la pureza y ser parte
de la mundanidad es una actuación que requiere de histrionismo en el mejor de
los casos o, si se quiere, vivir en la condición patológica de la
esquizofrenia. Hay un punto en el que todo aquel que se dice representante de
la iglesia católica no puede despreciar la transparencia pues no están hechos
de una pasta diferente al común de los mortales. Bien sabido es que para estos
jerarcas una cosa son los votos de pobreza y otro muy distinta es la
ostentación de riquezas, de bienes materiales. Una cosa son los votos de
castidad y otra los apetitos de la carne, que no les son ajenos y no pocas
veces retorcidos, como lo es la práctica de la pederastia.
No es cosa nueva, el contrapunto
es que este país, México, recibió a un Papa de Roma en el 1979. Juan Pablo II
renovó esperanzas ante una feligresía que ya se mostraba frustrada por los
logros de la revolución mexicana orgullosamente laica. El llamado de la fe
aparecía como una propuesta fresca para muchos, si es que se puede hablar de
frescura cuando tres milenios de historia cristiana contemplan a la humanidad.
El reencuentro popular en la
calle y con las autoridades civiles, de la cabeza de El Vaticano, creó la
ilusión de que la justicia divina haría de México un mejor país. 33 años
después la fisonomía social del país es más desigual, infestada de violencia
por parte de quienes son benefactores económicos de la Iglesia, los
narcotraficantes. La doctrina decae por la insistencia en el dogma de la
superioridad de la Iglesia sobre el poder civil, entrometiéndose indebidamente
en lo que es propio del poder público. La doctrina decae ante su utilización
instrumental, mágica, hechicera con la que deriva la práctica religiosa y que
tiene su mayor ejemplo en la Santa Muerte. Tan santa que hoy por el país se
esparce un reguero de cadáveres.
Es muy otro país, dolorido,
dividido, desencaminado de la solidaridad y la acción colectiva. Un país donde
las rutas del mercado y del entretenimiento no son la ruta de la fe y no tienen
por qué serlo, pero sí la contradicen y la Iglesia no tiene la fuerza para
modularlas y llevarlas al redil de la fe. El dinero y el espectáculo también son
factores de su decadencia, pues la capacidad de adaptación que ha mostrado la
Iglesia a lo largo de los siglos la aleja cada vez más de sus orígenes.
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