Después del domingo cuatro de julio pasado, donde se verificaron catorce elecciones locales –doce de las cuales pusieron a concurso la obtención de gobiernos estatales- a uno le gustaría afirmar que por los poros de la nación de transpira la democracia y con gozo se olfatea la sudoración democrática. Pero no es así, las excrecencias son insoportablemente apestosas. El paso esbozo de la democracia mexicana ha sido detenido y se hace tan espesa su tramitación que es necesario el operativo de rondines militares para que no se desborden las pasiones, teniendo la presencia de la fuerza pública un ostensible efecto de intimidación. La defectuosa construcción democrática, que sólo puede presumir mayor competencia y qué competencia: abuso de poder e ilegalidad que sólo aspira a asignar cargos públicos desentendiéndose de gobernar.
La constante entre el pasado y el presente es el cinismo. Sigue vivo en la política mexicana la defensa y práctica de acciones vituperables, la impudencia, la afectación de desaseo y grosería en los procesos políticos y electorales. Esa política que puede postular a nivel de imperativo categórico, si se acepta la contradicción o equivoco, de frases célebres del cinismo como: “nadie aguanta un cañonazo de cincuenta mil pesos”, “la moral es un árbol que da moras”, “el orgullo de mi nepotismo” a la circunstancia actual del “haiga sido como haiga sido”. Las instituciones públicas, contando desde los partidos, los organismos electorales autónomos, las fiscalías y tribunales han mostrado su nulidad para anular procesos sucios. No sirven para alimentar la vida democrática.
Las elecciones no son oferta de opciones claras, distinguibles cuando la derecha se colude con la izquierda sin un proyecto, cuando para vencer al adversario no se crea una propuesta y se va por el camino fácil de encontrar al despechado que decidió abandonar las filas de ese adversario. En Oaxaca, Puebla y Sinaloa no hay panistas ganadores. Se vive del resentimiento con el pasado priísta, sin advertir esa derecha gobernante que ya formó un incipiente pasado con los mismos ingredientes de corrupción y autoritarismo, con desigualdad y empobrecimiento ampliados.
Clausurado el camino de la democracia, la militarización avanza con el pretexto de la inseguridad pública que le estalló al actual gobierno federal y que ahora ceba a la población con la habituación al olor de la sangre. Por ese camino la democracia será el pretexto para una mayor intervención de los militares, tal como ocurrió en Sudamérica en el siglo pasado y siempre con el respaldo del Departamento de Estado. Eso sí, con una gran diferencia, la izquierda no será el blanco a reprimier de la militarización porque esa orientación política ha decidido autoliquidarse.
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