viernes, 21 de agosto de 2009

Hablar mal



Molestia, irritación, es el sentimiento que expresa Felipe Calderón cuando reclama a quienes hablan mal de México, ante un auditorio que no es destinatario. No abunda en precisiones pero por respeto a sus gobernados está obligado a hacerlas. Primero tendría que distinguir dos puntos: establecer la diferencia entre hablar mal y libre expresión, ése es uno. El otro punto es distinguir entre hablar mal de México y hablar mal del gobierno, de su máximo representante y sus colaboradores. Entonces por este procedimiento se descubre el enojo presidencial contra la opinión adversa que se dirige hacia su gestión como titular del Ejecutivo Federal, en su reclamo a los que hablan mal de México.


Más coraje debería darle al Presidente lo que gasta en publicidad y en una oficina encargada de la comunicación oficial que es un fracaso rotundo. Pero sobre todo, debería estar advertido de que su investidura no es escudo contra la opinión adversa, sino es así para qué quiso llegar a la Presidencia sin estar dispuesto a los sinsabores. Es lo malo de creer a pie juntillas estupideces como la de la Presidencia Imperial.


No se está en la mejor posición valorativa en contra de los que “hablan mal de México” cuando desde su propia trinchera partidista se habla mal de un candidato a la Presidencia o de un partido político. Se asumen con gracia las campañas negras en contra de los adversarios políticos sin reparar en el hecho de lo que se dice, si no está bien dicho y sustentado, termina por convertirse en descalificación que viene de regreso y copeteada, como diría el mal hablado de Vicente Fox.


Hablar mal no es cuestión de habladas, dichos o mentiras. Se habla mal del gobierno porque contra las previsiones obligadas de una crisis económica anunciada las autoridades mantuvieron un optimismo de frágil asidero. El derrumbe de la economía arrasó la autocomplacencia gubernamental. Se habla mal del gobierno por proponer una guerra al crimen organizado con fines de legitimación sin disponer del conocimiento y los recursos para enfrentarla, sin construir el respaldo social para enfrentar dicha guerra, guerra que entró en una incontenible espiral de violencia encareciendo la seguridad que se buscaba. Se habla mal del gobierno, y de los que forman parte de la era tecnocrática, por transformar la función pública en una actividad gerencial, privada, lo que ha incentivado la corrupción. A fin de cuentas si en el pasado la cosa pública era fuente de negocios, qué más da formalizar el descaro.


Hay objetividad para hablar mal desde la opinión pública, como también hay subjetividad en el hablar bien de los asuntos públicos desde la autoridad. Y viceversa. Lo que debería quedar claro para las autoridades es tener una auténtica y permanente vocación del servicio público y sus responsabilidades, que son superiores y no homologables a las de la empresa privada. Esto es precisamente lo opuesto a lo que sustenta el gobierno federal, que cada que puede nos dice que la iniciativa privada es lo máximo y las oficinas públicas las deberían de emular. Es esa confusión, de las peras con las manzanas, fuente de la desgracia existencial de Felipe Calderón.


El presidente Calderón ha tenido oportunidades para mostrarse en defensa del interés público. En el caso de la guardería ABC de Hermosillo, la desgracia infanticida que está amenazada de salir de los medios, el gobernante no fue exigente con el tramo de responsabilidad que les tocó a sus subordinados, se fue por el expediente fácil y no movió sus resortes para tomar medidas enérgicas que se compadecieran de las víctimas y sus familiares; con igual pusilanimidad reaccionó ante la excarcelación de presuntos responsables de la matanza de Acteal (22 de diciembre de 1997) que dictó la Suprema Corte. Se limitó a declarar su respeto por las decisiones de la Corte, pero no se atrevió a retomar con vehemencia el enjuiciamiento de los culpables. Los votos que le proporcionó la Asociación Política Nacional Encuentro Social en el 2006 valieron más que la vida de 45 Tzotziles masacrados; la reforma de PEMEX es otro ejemplo de un encaramiento fallido de lo público. Calderón sabía que no contaba dentro del Congreso con la mayoría para llegar a la reforma por él deseada y que tenía que ajustarse a lo posible. Lo logrado no fue de su agrado y, en consecuencia, no hace lo necesario para fortalecer a la paraestatal porque no cree en la administración del Estado.


Así las cosas, cómo encargársele lo público a quien lo abomina.


Y sucede que hay a quienes les pagan por saber escuchar y no lo hacen.

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