La violencia es generalmente un indicador del cambio en un sociedad, pero cuando la violencia es producto de la descomposición de los aparatos del Estado desvirtuando su monopolio legítimo (es el caso de la familia acribillada en Sinaloa de Leiva) o resultado de la sevicia violenta de la descomposición social (crímenes impenetrables como el del caníbal de la Guerrero o el de la familia rota con violencia durante su comida en un restaurante) son indicador de que algo de pudrió en el esfuerzo colectivo e institucional que ha modificado las reglas de la convivencia y el intercambio en las últimas décadas. Por eso los acontecimientos violentos que se han mostrado en el país durante el primer año de la administración de Felipe Calderón son razones de peso para no postergar los trabajos legislativos agendados en materia de seguridad, justicia, régimen de gobierno y garantías sociales.
El Estado ha perdido capacidades para infundir respeto. El imaginario de una presidencia fuerte, capaz de alinear a los poderes y autoridades establecidas, dotado con los instrumentos de la concesión y la coerción para imponerse. Ese régimen de democracia plebiscitaria fue realmente devaluado a partir de eficaces construcciones retóricas como la de “la dictadura perfecta” o “la presidencia imperial”, pero todavía estamos a la espera de la retórica eficaz que construya la plenitud democrática. Ayer el lamento opositor deploraba la subordinación del Legislativo al Ejecutivo. Hoy el lamento intelectual lo produce la insuficiencia de acuerdos legislativos y la queja es contra la partidocracia. La imagen de que el presidente tenía en un puño a los gobernadores contrasta con la emergente realidad de gobiernos locales, que han aumentado su capacidad de negociación ante el Ejecutivo federal y se benefician de los inútiles recursos ciudadanos para fiscalizarlos. La balcanización es cuestión de grado.
Por empeños del paradigma neoliberal el Estado disminuyó y sigue disminuyendo, con la pérdida de atribuciones legales o de facto, sus potestades propietarias y de gestión económica con el argumento de que esos eran asuntos exclusivos del mercado. Echar al Estado de la economía y el libre cambio proveería con suficiencia la mesa de todos o de una gran mayoría. El resultado ha sido mayor concentración de la riqueza, concentración que limita la competencia y resta competitividad, que no es capaz de ofrecer los empleos requeridos y lanzan a la población a la economía informal (incluyendo a la delincuencia dentro de la informalidad) o la obligan a emigrar. Cierto es que no son propósitos del mercado detener la desigualdad social o combatir la pobreza, pero esos son territorios de competencia estatal que forman parte de un esquema de seguridad ampliada, es decir, más allá del enfoque policial y que no se han podido atender con suficiencia.
Se ha llegado al punto en el que no se sabe bien a bien quien manda en el país. Una indefinición del mando que es caldo de violencia. Los poderes constitucionales están en proceso de reacomodo. La clase política ha perdido autoridad, autoridad que ha ganado la tecno estructura empresarial del sistema bancario, los consorcios de la comunicación y grupos trasnacionales, sin que por ello detenten responsabilidades públicas asociadas a la seguridad. La línea imaginaria entre lo público y lo privado ha desaparecido. Empresas o gremios ocupan puestos en la representación popular. Servidores públicos que con toda despreocupación se instalan en la empresa privada aportando la información del Estado. Por no mencionar la práctica inveterada de algunos funcionarios que aprovechan los recursos públicos para incrementar su riqueza personal más allá de los ingresos estipulados legalmente.
En fin, parece que se ha tomado la dirección, que se han dado los pasos que conducen al país a su inviabilidad.
El Estado ha perdido capacidades para infundir respeto. El imaginario de una presidencia fuerte, capaz de alinear a los poderes y autoridades establecidas, dotado con los instrumentos de la concesión y la coerción para imponerse. Ese régimen de democracia plebiscitaria fue realmente devaluado a partir de eficaces construcciones retóricas como la de “la dictadura perfecta” o “la presidencia imperial”, pero todavía estamos a la espera de la retórica eficaz que construya la plenitud democrática. Ayer el lamento opositor deploraba la subordinación del Legislativo al Ejecutivo. Hoy el lamento intelectual lo produce la insuficiencia de acuerdos legislativos y la queja es contra la partidocracia. La imagen de que el presidente tenía en un puño a los gobernadores contrasta con la emergente realidad de gobiernos locales, que han aumentado su capacidad de negociación ante el Ejecutivo federal y se benefician de los inútiles recursos ciudadanos para fiscalizarlos. La balcanización es cuestión de grado.
Por empeños del paradigma neoliberal el Estado disminuyó y sigue disminuyendo, con la pérdida de atribuciones legales o de facto, sus potestades propietarias y de gestión económica con el argumento de que esos eran asuntos exclusivos del mercado. Echar al Estado de la economía y el libre cambio proveería con suficiencia la mesa de todos o de una gran mayoría. El resultado ha sido mayor concentración de la riqueza, concentración que limita la competencia y resta competitividad, que no es capaz de ofrecer los empleos requeridos y lanzan a la población a la economía informal (incluyendo a la delincuencia dentro de la informalidad) o la obligan a emigrar. Cierto es que no son propósitos del mercado detener la desigualdad social o combatir la pobreza, pero esos son territorios de competencia estatal que forman parte de un esquema de seguridad ampliada, es decir, más allá del enfoque policial y que no se han podido atender con suficiencia.
Se ha llegado al punto en el que no se sabe bien a bien quien manda en el país. Una indefinición del mando que es caldo de violencia. Los poderes constitucionales están en proceso de reacomodo. La clase política ha perdido autoridad, autoridad que ha ganado la tecno estructura empresarial del sistema bancario, los consorcios de la comunicación y grupos trasnacionales, sin que por ello detenten responsabilidades públicas asociadas a la seguridad. La línea imaginaria entre lo público y lo privado ha desaparecido. Empresas o gremios ocupan puestos en la representación popular. Servidores públicos que con toda despreocupación se instalan en la empresa privada aportando la información del Estado. Por no mencionar la práctica inveterada de algunos funcionarios que aprovechan los recursos públicos para incrementar su riqueza personal más allá de los ingresos estipulados legalmente.
En fin, parece que se ha tomado la dirección, que se han dado los pasos que conducen al país a su inviabilidad.
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